Francisco Martín Moreno
Cuando ha sido necesario criticar públicamente a los políticos mexicanos contemporáneos -en el entendido de que los grandes constructores de México parecen haber muerto todos de repente- lo he hecho siempre con buena fe y echando mano de fundamentos sólidos para tratar de demostrar la validez de mis afirmaciones. En este mismo espacio he manifestado mi inconformidad con la actuación de Miguel Ángel Mancera acusándolo de desperdiciar una catarata de posibilidades de todo tipo que, desde mi punto de vista, aportarían soluciones a la compleja problemática capitalina.
De acuerdo a lo anterior, si bien es cierto que he criticado a Mancera, en esta ocasión no tengo más remedio que felicitarlo con arreglo al más elemental sentido del honor periodístico, porque la semana pasada la policía capitalina me salvó de un severo percance cuando fui víctima de un asalto a mano armada ejecutado por un par de delincuentes dispuestos a absolutamente a todo con tal de hacerse del patrimonio ajeno.
Los hechos se dieron así: me encontraba en una de las tantas calles saturadas de automóviles de la ciudad esperando una y otra vez la luz verde, cuando ya de noche, de repente, un sujeto golpeó violentamente la ventana de mi automóvil y me amenazó con una gran pistola exigiéndome la entrega de mis bienes, en tanto me lanzaba una cantidad incuantificable de insultos que se confundían con sonidos guturales de origen animal. Al contemplar que el arma me apuntaba a la cabeza entregué el teléfono, mi cartera y mi reloj. No había perdido de vista al delincuente, quien corría en sentido contrario del tráfico, cuando del lado derecho, sobre la banqueta, de pronto apareció un policía motociclista que perseguía a toda velocidad al criminal, al que dio alcance en muy breves momentos. Como pude abandoné mi vehículo para no obstruir el tráfico y al cruzar la calle me encontré al pillo que me había asaltado ya inmovilizado por el representante de las fuerzas del orden. ¡Recuperé mis bienes!
A continuación el uniformado y un buen número de sus colegas que ya rodeaban a los malhechores, me pidió que lo acompañara a levantar un acta ante el Agente del Ministerio Público, a lo cual me negué al conocer las complicaciones y las consecuencias que podían derivarse de una denuncia de esa naturaleza. El policía me confesó ante mi negativa, que él se había jugado la vida para atrapar al bandido y que si yo no denunciaba los hechos ambos transgresores de la ley serían liberados de inmediato por falta de cargos. Al día siguiente volverían a cometer sus fechorías en contra de cualquier ciudadano indefenso. No tuve más remedio que aceptar la propuesta por lo que, acto seguido, nos presentamos en una oficina de la Procuraduría de Justicia del D.F. y en cuestión de una hora había concluido la diligencia que se desahogó con una gran transferencia y sin insinuaciones económicas de parte de la autoridad. ¡Una maravilla!
En lo que a mí respecta debo felicitar a las autoridades policiacas de la Ciudad de México. En este caso muy particular, me felicito porque mis impuestos se invirtieron en estrategias para ayudar a garantizar la seguridad ciudadana. La semana pasada, después de incontables tragos amargos, me reconcilié con la policía del DF. Espero que sea por muchos años. ¡Vaya un bravo sonoro, agradecido y genuino!
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