En el año 1975 Luis Echeverría visitó Israel. Con grave sentido de la provocación, también se reunió con Yasser Arafat. Y para colmo, el voto en Naciones Unidas para equiparar sionismo y racismo.
Dos días antes de la llegada de Echeverría a Tel Aviv; este redactor, cuyos esfuerzos por entrevistar a Sadat concluyeron con un silencio de esfinge, tomó un avión matutino en El Cairo. Debía llegar a Jerusalén ese mismo día.
El recorrido fue extenuante. Un avión a Roma y de ahí otro a Atenas. Tras esa escala, una afortunada cancelación hizo posible el aterrizaje a las seis de la tarde en el aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv.
El aparato, de El-Al, la línea israelita, se detuvo a un lado de la cabecera de la pista: Los pasajeros, en fila, subieron a un autobús de servicio interior. Todos menos uno: yo.
Tras diez días en Argelia y Egipto, con el pelo estilo afro, ropa comprada en El Cairo, excepto un par de zapatos italianos y una máquina de escribir Olivetti, cualquiera habría confundido al reportero con un marroquí o un argelino, al menos los servicios de seguridad así lo consideraron:
Mientras los demás pasajeros del vuelo se iban a la terminal, yo iba en un jeep militar rumbo a una instalación anexa. Varias horas de interrogatorio. Mi pasaporte tenía visas de Senegal, Argelia, Líbano, Arabia Saudita, Egipto y otros lugares fuera de la zona. La visa de Israel estaba por separado en un sobre dentro de la valija.
–¿Por qué la visa de Israel no está en el pasaporte?; me preguntaba un oficial del ejército judío.
–Porque si la ven los árabes me niegan la entrada, ellos no entienden. Ustedes sí, por eso la embajada me hizo ese favor. Yo no vine aquí por gusto, estoy en misión periodística. El presidente de mi país viene pasado mañana y estoy aquí para reportar la visita. Lo dije tantas veces que terminé por creerlo.
Lo más problemático del interrogatorio era una botella llena de arena. Cualquier turista las compra en las pirámides de Guiza. Son un simple souvenir. La máquina les causaba desconfianza.
El cuarto del interrogatorio tenía una salita a un lado. Un vidrio blindado las dividía. Pase aquí. Había tres personas. Me sentaron ante un pequeño escritorio y me dijeron: escriba algo.
–No puedo, contesté agobiado.
–¿Por qué?, preguntó agresivo.
–Porque no tengo papel. Regáleme una hoja.
Uno de ellos salió del cuarto y por un interfono me ordenó: escriba: Y yo escribí la única palabra conveniente en ese momento. Puse “shalom”, sobre la hoja en blanco mientras ellos esperaban una explosión o algo parecido, propio de un terrorista con una bomba disimulada en una inocente máquina de escribir.
Varias horas después me llevaron en otro transporte a Jerusalén y me dejaron bajo custodia del embajador de México, Benito Berlín. Muchas cosas más sucedieron, pero ya no hay tiempo.
Desde entonces, con la probada habilidad de los servicios de espionaje los cuales siguieron mi rastro de Egipto a Italia, Grecia e Israel, creí en la infalibilidad de los servicios judíos de espionaje. Si gastaron todo ese tiempo en un Don Nadie, no me imaginaba cómo seguirán a los verdaderos objetivos de la inteligencia en todo el mundo.
Con razón hacen “Pegasus” y artefactos de esos, con razón no los han echado al mar, como quería Gamal Abdel Nasser.
Por eso ahora, cuando por segunda ocasión los pillan “mirando para el ciprés” y les acribillan los terrenos de Gaza (ocupados desde la guerra de los “Seis días”) y hasta les toman rehenes en su propio territorio, uno no entiende cómo pueden distraerse de esa manera con motivo de una festividad de sábado.
Como dicen en la BBC:
“…La magnitud de lo que ha estado sucediendo no tiene precedentes. Hamás rompió el alambrado que separa Gaza de Israel en varios sitios, en el ataque transfronterizo más grave que Israel ha enfrentado en más de una generación.
“Se produjo un día después del 50 aniversario del ataque sorpresa de Egipto y Siria en 1973 que inició una gran guerra en Oriente Medio. La importancia de la fecha no pasó inadvertida para los dirigentes de Hamás…”
Rafael Cardona