Inadvertida en la inmensa marejada informativa, cada vez más grande y más profusa y confusa, la declaración de Porfirio Muñoz Ledo en el noticiario de José Cárdenas en Radio Fórmula, el lunes anterior, en la cual demanda la renuncia del presidente de la República, merece una observación cuidadosa por dos razones, la primera por el peso histórico del declarante en las luchas democráticas, y la segunda, por su simbólica paradoja: en un lapso de cuatro años, el viejo político pasó de presidir el Congreso en cuya sesión López Obrador (2018) fue ungido presidente de la República, mediante el ritual de una banda tricolor de seda en el pecho enhiesto, a un crítico certero cuya perspicacia y experiencia lo impulsan a pedir la abdicación del Ejecutivo, porque el hombre en el Palacio Nacional, ha perdido lucidez mental –dice–, ha caído en el extravío y ha hecho de la diatriba una constante de conducta picapleitos, absolutamente inconveniente, de hombre malhumorado, con sonrisas fingidas; en un entorno en el cual ya nada aporta, gracias, en parte, a la perversión de Morena, lo cual resulta sumamente grave, si en verdad el diagnóstico porfirista se ajusta a la verdad, porque se trata de alguien con el pelaje de la burra en el puño, pues si alguien ha conocido la evolución del actual mandatario, ha sido Porfirio, sobre quien ahora caerán denuestos, censuras, críticas y hasta burlas; pero en el fondo muchos saben la naturaleza real de sus palabras, expuestas –dice– con toda responsabilidad y sin tapujos, y en verdad, en algunas cosas muchos estamos de acuerdo, sí; el presidente debe renunciar, pero –desde mi punto de vista–, no al cargo pues eso sería muy complicado en estos momentos; no, debe renunciar a esos modos, a esa grosera y discriminadora conducta, a esa división maniquea entre los suyos y los demás, a esa altiva elección entre él o el diluvio, a la obligatoria comunión con su credo populista, cursi y demagógico; sí, sí debería olvidarse de esas actitudes entre la majadería y la ironía, no a su convicción, porque es evidente cómo el adalid de la Cuarta Transformación (si eso existiera), discurre en medio del extravío y la pérdida parcial de su lucidez mental –dice PML—, y aun sin conocer en realidad la base de ese diagnóstico más allá de la capacidad observadora del ya muchas veces citado declarante, lo cierto, al menos para este texto, es lo evidente: cuando un hombre ignora la realidad y desdeña a los demás y los infama en una tribuna ventajista y ventajosa; cuando no quiere entender los hechos. –o finge no entenderlos y los distorsiona en la verborrea–, termina –como le ocurrió por ardor con la protesta de apoyo al INE del domingo pasado– por no comprender tampoco su propia realidad, y en ese caso el asunto si se vuelve preocupante porque lo único exigible a un jefe de Estado es comportarse a la altura de su responsabilidad, de su representatividad; y ya no hablemos del respeto a una investidura cuyo simbolismo nos debe agrupar a todos, a todos los nacionales, pues el cargo Ejecutivo debe ser universal para toda la población, ciudadanos y menores de edad también, pues significa la única forma institucional de la soberanía popular de donde todo dimana y por eso pervertir ese mandato y convertirlo en la herramienta de caprichos y obsesiones personales, ambiciones políticas e intentos de prolongar autoridad e influencia por encima del plazo constitucional, resulta la peor traición democrática imaginable; a eso si debe renunciar nuestro presidente, al ejercicio personal del cargo; a la constante cotidiana de la polarización, a separar a los mexicanos, a practicar un “apartheid” en el cual reniega de una parte de sus gobernados y eso no es pedir mucho.
Rafael Cardona