En octubre del año pasado (2015), la tecnológica IBM contrató a un Bob Dylan de 74 años para un comercial, aún parco para salir a cuadro, incómodo pero presto para actuar un diálogo ante IBM Watson, un sistema operativo de inteligencia artificial que, entre otras múltiples y asombrosas funciones, tiene la capacidad de “leer 800 páginas por segundo”, y que aprendió todas las canciones del repertorio de Dylan para mejorar su vocabulario.
Al final del breve comercial, la computadora reconoce que lo único que no ha logrado es enamorarse y lograr el sentimiento que logra el cantante de “Just like a woman”. Cosa no menos importante, ya que el sistema dedujo también que los dos temas recurrentes en el cancionero del compositor estadounidense son el paso del tiempo y el desvanecimiento del amor.
La mañana del jueves 13 de octubre sucedió lo que muchos esperaron durante algunos años, y que sin embargo detonó una sorpresa un tanto impostada: Robert Allen Zimmerman fue premiado con el máximo galardón de literatura a nivel mundial, el Nobel. Las reacciones en redes sociales y medios especializados han nublado toda posibilidad de apreciar en justa medida el hecho, con diatribas que vienen desde el purismo cultural más polarizado (“hay mil mejores”, “cómo se lo dan a un artista en vez de a un poeta”, etc.), hasta juicios de valor extremo que pululan entre las huestes más viscerales y proyectivas de los fans, asentadas en un desconocimiento prácticamente total, incluso del sujeto en cuestión al que se defiende a capa y espada.
Si algo habría que apuntar, con todo y el impúdico afán de curarse en salud y salir más o menos avante del aburrido y predecible debate en torno al Nobel de Dylan, es que todo esto se trata sobre todo de un tema de articulación de la memoria. Por parte de la academia, del público y de Dylan mismo. Bajo esa luz, el galardón llega como un anacronismo más o menos desdeñable, en el que las huestes académicas parecen haber cimbrado al mundo literario, por haber otorgado reconocimiento máximo a un impuro, si se quiere aún más, a un “poeta bastante menor”, que de refilón habría que decir a fuerza de hashtags, que canta espantoso y no es ningún virtuoso en la guitarra, para darle paz también a los exquisitos en técnicas musicales.
¿En dónde quedó esta tradición de otorgarle el Nobel de Literatura a pesos pesados de las letras como Thomas Mann, Hermann Hesse o Albert Camus?, o incluso a autores de poco reconocimiento y escasa traducción de los que el mundo “necesita” saber de ellos como Wole Soyinka, Wisława Szymborska o J. M. Coetzee –quien, por cierto, antes del galardón era prácticamente desconocido–. ¿Qué viene a hacer Dylan, una leyenda gringa populachera venida a menos, en esta fiesta de validaciones literarias?
La respuesta es tan sencilla como burda e insoportable para la mayoría: Nada. Incomodar, si acaso. Incomodar de forma indirecta a los puristas de la lengua, esos que claman la presea como sangre en el pancracio para quien sí se la merece, como si de olimpiadas se tratara: Thomas Pynchon, Sergio Pitol, vamos, hasta Paul Auster, Philip Roth o László Krasznahorkai.
El efecto del Nobel de Literatura hoy en día se traduce en ventas saludables casi de forma inmediata, porque a la gente le gusta estar enteradísima de quiénes son las voces que importan en el mundo de las letras. Por otra parte, el tema de la relevancia en la tradición literaria o la trascendencia histórica se mencionan, son banderas, pero poco importan en términos prácticos.
Pero dejemos la ironía, la metonimia y todas las figuras retóricas (que no son pocas) para quienes sepan y quieran entenderlas como tal. Al igual que el boxeo, el cine o la vida misma, el cosmos literario tiene mucho de apreciación, de crear atmósferas, trances, vedar cosas, de errores premeditados, de inconexiones afortunadas, etc. En esta tónica es importante mencionar que temas como la originalidad o el aporte de nuevos códigos a la literatura por parte de Dylan es, si bien diverso y variado, limitado si se compara con otros autores.
Vamos, Bob Dylan no es ningún advenedizo o roquero trasnochado, como varios de su generación. Donde muchos quieren ver complejidad y profundidad de campo, Dylan arremete con ganchos rectos, provenientes de la vida común; fotografías que son denuncias, sin que el halo de lo políticamente correcto acabe por impregnar del todo.
Dylan se ha concentrado en salir de los moldes que él mismo pauta, torciéndole la mano a sus seguidores de vez en vez. Y también habría que ser justos: ¿de qué tamaño es la creatividad, el ego y la vanidad de un artista como para considerar más de 50 años de canciones como esenciales y valiosos? Casi nadie en su cancha. Bowie, si acaso.
Habría que ser sinceros y entender a Dylan como un incomodazo de cepa, un total y completo desconocido de sí mismo, que tuvo que matarse varias veces para seguirle siendo fiel a su espíritu. Salir de casa desde temprano para no voltear la vista nunca más, ser un jodedor, un nihilista que también empatizaba con la protesta, cuando ésta tenía el valor y el sentido que se requería en los 60.
Estamos hablando de un cantante folk que se subió en los hombros de dos gigantes para poderse proyectar como alguien de valor (el poeta Dylan Thomas y su héroe musical Woodie Guthrie), que después tomó la guitarra eléctrica y le dio la espalda a la causa cuando estaba en su mejor momento para apropiarse de una autenticidad más encarnada. Al respecto, el poeta beatnik Allen Ginsberg llegó a decir que la segunda vez que vio a Dylan cantar, cerca de 1966, vio a una suerte de columna de humo que se alimentaba a sí misma, una suerte de chamán que se ha vuelto guía. Fue en ese mismo periodo en el que los Beatles y sus contemporáneos vieron en Dylan a una figura líder para ellos. Una voz sólida que apenas tres años atrás era la de un completo desconocido.
Un cantante que ha intentado la prosa poética con resultados más bien pobres (Tarántula, 1971), que ha tenido fama de vividor, de mujeriego y extraña figura paterna. Dylan se enfrascó en el hastío de sí mismo para retomar con fuerza la canción tras un accidente en motocicleta. La canción, esa misma que hoy, en pleno 2016, se cuestiona como figura literaria válida, esa que ha abrevado del cosmos juglar más antaño y preciso en ese mismo universo culteráneo, el cual Dylan ha confeccionado a golpe de líneas con pelos, de errores que aderezan, de sinsentidos que generan un tercer elemento, de sal con mugre y más allá. Sí, Bob Dylan es de los que les gusta contar historia, un crooner en toda su expresión, no es un poeta hecho como Cohen, por poner el más fácil de los ejemplos. Y ojo aquí, lo sencillo no siempre es lo más inmediato de lograr.
Y quien esté en términos de medir, evaluar y galardonar por la calidad letrística que le ponga pero a todo el Blonde on Blonde (1966), a piezas del tamaño de “A hard rain’s a-gonna fall”,“It’s alright ma (I’m only bleeding)” o ese portento que no repite casi nada en su extensa riqueza, que es “Hurricane”:
Pistol shots ring out in the bar-room night
Enter Patty Valentine from the upper hall
She sees a bartender in a pool of blood
Cries out, “My God, they killed them all”.
Here comes the story of the Hurricane
The man the authorities came to blame
For something that he never done
Put in a prison cell
But one time he could’ve been
The champion of the world.
En Dylan, la imagen es línea de 6, 7 palabras, una premonición y síntesis precisa, directa; inmediata mas no burda ni al vapor. Es sangre caliente que se niega a cantar 200 veces de la misma forma “Like a rolling stone”. Historias amarradas, abiertas o cerradas que han conformado una manera específica de ver ciertas cosas.
El cantautor se ha declarado desde su juventud en contra de los fans apasionados, los periodistas miopes, los entrevistadores desarticulados que esperan un circo de su persona, y los izquierdistas que esperan un despliegue de congruencia y conciencia permanente. Dylan es, tal vez a su pesar, lo que los norteamericanos llaman un entertainer, un domador de masas incómodo que reniega de las instituciones y las preseas, pero que su ego, vanidad y trabajo lo llevan a permanecer en ese sitio de una manera u otra. A su favor habría que decir que pocos enfrentan sus contradicciones con tanto decoro después de cinco décadas de escribir.
Dylan tenía apenas 21 años cuando recibió uno de sus premios importantes por las canciones que escribía. En una incomodidad digna de un escupitajo protestante ante las instituciones, el autor de “Maggie’s farm” dijo:
“No traigo mi guitarra, pero puedo hablar. Quiero dar las gracias por el premio Tom Paine… en nombre de todos los que se fueron a Cuba. En primer lugar, porque son jóvenes, yo tardé mucho en hacerme joven…y ahora me considero joven y estoy orgulloso de ello. Estoy orgulloso de ser joven. Y ojalá todos los que están aquì sentados esta noche… no estuvieran aquí y pudiera ver rostros con pelo en la cabeza… y cosas así, todo lo que condujera a la juventud. Los viejos, cuando se les cae el pelo, deberían desaparecer. Miro a la gente que me está gobernando… y dictando mis normas y no tienen pelo en la cabeza. Me pongo muy nervioso al respecto. Para mí ya no hay negro ni blanco, izquierda ni derecha. Sólo hay arriba y abajo, y abajo está muy cerca del suelo. Intento subir sin pensar en algo tan trivial como la política.” (…O los premios, pudo haber dicho también en ese entonces.)
Dylan ahora tiene más de 70 años y ha recibido la Orden de las Letras en 1990, el Príncipe de Asturias en 2007 y el Pulitzer un año después. Validado por el mundo de las letras, la política, la música y la cultura ya está. Su lugar en la historia es único. El que una runfla organizacional que representa una institución enorme y anquilosada se haya parado de su trono endiosado para reconocer que la cultura popular también es literatura no debería sorprender a nadie y sí alegrar a muchos. Sin embargo, lo baladí es lo que más ruido causa hoy en día, y las cuestiones importantes las que más desdén detonan en los individuos.
El también autor de “Changing the guards” ha dicho en más de una ocasión que sus canciones nunca fueron vanguardistas, y el que en algún momento usara una guitarra eléctrica no lo hacía moderno. Dylan siempre ha ido por la articulación de la memoria, traer cosas viejas y posicionarlas en un sitio vigente, a veces inasible y casi siempre ambiguo.
¿Hay artistas, escritores y literatos mejores a Dylan? Claro que los hay. ¿Se merece el autor del maravilloso Blood on the Tracks (1975) el Nobel de Literatura? Por supuesto que sí. Sara Danius, secretaria permanente de la Academia que eligió a Dylan para darle el premio, contestó a la pregunta expresa de si el galardón representaba una ampliación radical en los criterios de selección:
“Puede parecer así, pero si miramos para atrás, uno descubre a los poetas griegos, Homero y Safo, que escribieron textos poéticos o piezas que estaban hechas para ser escuchadas, representadas, a veces acompañadas con música. Y aún hoy leemos a Homero y a Safo y los disfrutamos. Es lo mismo con Bob Dylan: puede ser leído y debe ser leído.”
Fuente: Forbes
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