La piscina olímpica de Río, donde se despidió el gran Michael Phelps el pasado verano, es un festival para los mosquitos. La imagen ha dado la vuelta al mundo y se ha convertido en la enseña del legado olímpico de Río de Janeiro. Cinco meses después de apagarse la llama olímpica, no queda nada del brillo del mayor evento deportivo del mundo en una ciudad ahora en decadencia y maltratada por la crisis. El legado deportivo, la principal razón para justificar las inversiones millonarias que requirieron los Juegos, se encuentra en entredicho.
“Pasé por ahí el otro día y me dieron ganas de llorar. La Arena Olímpica [el pabellón que acogió la competición de gimnasia artística] está rodeada de escombros”, cuenta Renata Fernandes, que en agosto era una fan eufórica con un tótem de cartón de la gimnasta norteamericana Simone Biles bajo el brazo. Fernandes, que llegó a pedir vacaciones para aprovechar al máximo los Juegos, no entiende por qué el parque está “desaprovechado”: “Podrían usarlo para que desfilen cortejos de Carnaval. Es un lugar enorme, todos podríamos ir ahí y aliviaría el tráfico de la ciudad”.
Los bulevares del Parque Olímpico, que unían las principales instalaciones, están abiertos al público desde hace casi un mes, pero son pocos los que se acercan. El Ayuntamiento no tiene cifras de cuántas personas lo han visitado y no hay ni un solo baño, ni una fuente, ni un quiosco que alivie bajo un sol de 40 grados. El calor se agrava por el mal olor provocado por el alcantarillado que rodea el recinto y desagua en la laguna.
Desde agosto solo ha servido para una cosa: un campeonato de volley-playa. No hay un calendario cerrado de eventos deportivos y, de momento, el mayor acontecimiento previsto en sus bulevares será el festival de música Rock in Rio, en septiembre.
El espacio, de más de un millón de metros cuadrados de superficie, es responsabilidad de diferentes organismos, del Gobierno Federal a constructoras privadas.
El alcalde que trajo los Juegos a Río y que acaba de dejar el cargo, Eduardo Paes (47 años, del Partido Movimiento Democrático Brasileño), intentó varias veces ceder su gestión al sector privado, pero nadie se mostró interesado en costear un gigante que consume cerca de 30 millones de reales (9,2 millones de euros) por año. El Ministerio de Deportes tuvo que asumirlo en diciembre y aún no da detalles de qué hará con él.
El Ayuntamiento es responsable del desmontaje del Parque Acuático, que implicaba en un principio trasladar las dos piscinas olímpicas a diferentes partes de la ciudad pero que al final van a destinarse a entrenamientos de alta competición del Ejército. También debe trasformar el pabellón Arena 3, donde se celebraron las competiciones de yudo y taekwondo en un gimnasio olímpico para cerca de 1.000 alumnos. La inauguración no tiene fecha.
La Arena del Futuro, que acogió la competición de balonmano, aún espera licitación para ser desmontada y convertida en cuatro escuelas municipales. “No existe abandono”, defienden en la Secretaría municipal de Deportes.
La prensa local e internacional critica el abandono mientras el exalcalde pide calma: “Contratos y convenios están cerrados, pero no se desmontan estructuras que tardaron años en construirse en unos pocos meses”. Londres, sede de los Juegos en 2012, también se tomó su tiempo recuperar la actividad en el parque olímpico, exactamente 19 meses, un paralelismo que no conforta a los críticos. “Londres tenía un plan, Brasil no. El principal legado de Londres fue la revitalización de áreas degradadas de la ciudad. Muy diferente de lo que ocurrió en Río, que invirtió principalmente en Barra de Tijuca, una de las áreas más caras de la ciudad”, lamenta Pedro Trengrouse, profesor de gestión deportiva de la Fundación Getúlio Vargas.
A menos de 20 km del Parque Olímpico permanece cerrado el Parque Radical Deodoro, la segunda instalación de los Juegos y un oasis verde para un barrio pobre, a casi una hora en coche de la playa de Ipanema. El recinto, donde compitieron piragüistas y de BMX, abrió sus puertas para los cariocas antes de los Juegos, cuando el exalcalde se dio cuenta de que los vecinos saltaban la valla para disfrutar de una piscina gratis, pero está cerrado desde diciembre. El contrato de gestión expiró y el nuevo alcalde, Marcelo Crivella (evangelista, 59 años), que adoptó el lema de “prohibido gastar”, aún estudia cómo reabrirlo. El Ayuntamiento promete hacerlo este mes, aunque el guardia responsable de su custodia advierte: “En esta ciudad nada ocurre hasta después del Carnaval”.
“No hubo una preparación para la reutilización de las infraestructuras”, denuncia el fiscal Leandro Mitidieri. Mitidieri pasó los meses previos a los Juegos exigiendo a las autoridades un plan para el día después y solo lo consiguió el día de la inauguración, el 5 de agosto, y gracias a una orden judicial. “Incumplieron la promesa de descontaminar el 80% de la Bahía de Guanabara [que acogió la vela]”, se lamenta.
El principal templo del fútbol brasileño, Maracaná, donde la selección conquistó el oro, representa, con su césped seco y sus asientos arrancados, la peor cara de la resaca olímpica. Un conflicto entre la gestora del estadio y el Comité Rio 2016 ha dejado en el aire su gestión. Y el l Gobierno del Estado, que no tiene fondos para pagar ni a sus funcionarios, espera que el problema se resuelva solo con una nueva licitación.
“El Gobierno y el Comité Olímpico Internacional (COI) prometieron mucho y entregaron poco. Brasil debería haber tenido una agenda propia en los Juegos y no haberse limitado a cumplir los requisitos del COI. Por ejemplo, los clubes Fluminense y Flamengo, donde se entrenan la mayoría de los olímpicos de Río, deberían haber recibido inversiones para mejorar sus instalaciones y acoger competiciones”, dice el profesor Trengrouse. “¿Cómo se explica que después de acoger los Panamericanos, la Confederaciones, el Mundial y los Juegos Olímpicos y Paralímpicos, Río ni siquiera tenga un estadio de fútbol?”.
Fuente El País