La tórrida luz del mediodía bañaba de calor las calles de Mérida. Era el presagio del último debate caliente entre candidatos a la presidencia de la República. Todas las miradas estaban puestas en Andrés Manuel López Obrador cuya campaña había ido en ascenso, una subida prolongada: ya llevaba más de veinte años en la reiteración de sus ideas, de su populismo, de su aparente lucha contra la corrupción y todo aquello, y por eso sus seguidores ya vivían la fiebre del reparto. Todos se sentían seguros del prometedor futuro.
El restaurante “La pigua”, en la avenida Cupules estaba atiborrado. En una mesa los hijos del candidato hablaban en voz baja con dos personas más. El bullicio de platos y cubiertos colmaba el lugar. La suerte y una mesa rinconera allá al fondo, sí para dos. En el trayecto encuentro a Marcelo Ebrard.
Lo veo robusto, con kilos agregados a la imagen de la memoria de aquellos años cuando trabajábamos para Manuel Camacho. Yo para; él, con. Marcelo el incansable, el eficiente, el hombre de confianza en aquellos años de compartir actividades interminables con aquel remolino, porque eso era el Regente de Carlos Salinas.
Desde aquellos años y para entonces, mucha agua había llovido del cielo. Ebrard había llegado a su punto más alto con la jefatura de gobierno de la ciudad de México en tándem con Andrés Manuel. Ya se había eclipsado Camacho, ya se había hundido el Partido de Centro Democrático, ya se habían perdido muchas esperanzas; ya Vicente Fox lo había cesado de la jefatura de Policía por no atender y evitar un linchamiento, muchas cosas ya habían pasado, pero sobre todo el tiempo se había deslizado como sin darnos cuenta, sobre todo los años del exilio europeo, la prudencia ante el desastre constructivo del Metro de Oro, de la línea dorada, cuyo oropel se descascaró para luego derrumbarse años más tarde durante el gobierno de Claudia Sheinbaum si a ese ejercicio burocrático feble y sin obra, se le puede llamar gobierno; pero nada de eso se sabía entonces, sólo el retorno a la primera línea de la mano de Andrés Manuel.
–¿Cuántas veces se repetía ese nombre en cada mesa, en cada boca, en cada conversación de esa abigarrada concurrencia cuya prisa devoraba camarones al coco con velocidad de urgencia, porque ya va a ser el debate y todos dicen estar preparando algo, haciendo algo de alta importancia?
–¿Cómo estás?, le digo a Marcelo quien se alza rotundo para saludar. Te sentó bien la comida francesa. Te veo muy repuesto.
La broma le desagrada tanto como para ignorarla y sin motivo suelta una frase definitiva:
–Ahora, si ¿eh? Ahora sí ya llegamos cabrones. Ya llegamos.
La frase, fuera de todo contexto suena extraña. Es un aviso, una advertencia, una amenaza o una muestra de orgullo. Nunca lo supe. Dos o tres frases más y al llegar a la mesa me pregunto, ¿Quiénes llega os? En todo caso llegará aquel, el habitante de la cima donde no hay lugar para nadie más.
Ya llegamos.
Un año después, ya en la secretaría de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard es el hombre con más personalidad en un gabinete sin personalidad. Le cuento esa historia a una amistad del señor presidente, porque desde entonces ya se hablaba de la sucesión. Los mexicanos hablamos de ella el día de la toma de posesión del presidente, ya sabemos. Es un deporte de arúspices sin quehacer.
–¿Ya llegamos; te dijo?
–Me dijo.
–Pues los que llegamos fuimos otros él, habrá llegado de París, como los niños de los cuentos. Llegamos quienes aquí estuvimos dando la pelea.
Pero hoy, a esos de la pelea eterna, Marcelo se les ha adelantado. Ha modificado el guion del Palacio Nacional. Sin ruptura y quien sabe si con éxito para el futuro.
Alea jacta est.
Rafael Cardona
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