Tengo en mis manos una de las pocas sentencias que existen en México que condenan a una persona por el delito de “hostigamiento sexual”, uno de los casos en los que hubo justicia: una persona acosó a tres mujeres y fue castigada legalmente. En quince años, entre 1997 y 2012, solo se han condenado a 172 personas (168 hombres y 4 mujeres) por la comisión de 227 delitos de “hostigamiento”, “acoso” y “aprovechamiento sexual”.
Esta sentencia es un buen ejemplo del extenuante y sinuoso proceso de denunciar el acoso en México. El éxito del caso implicó un gran costo: la justicia penal tardó seis años en llegar y las víctimas perdieron sus trabajos.
Entre 2013 y 2016, solo 93 personas han sido sentenciadas por estos delitos. Aún si todas ellas fueron castigadas, el número sigue siendo grotescamente bajo si se contrasta con las 8511 investigaciones penales que se iniciaron en ese mismo periodo, y con los cientos de miles de mujeres que, de acuerdo a distintos estudios, vivieron hostigamiento en el trabajo.
Estos datos son reveladores en México, donde la discusión sobre el movimiento #MeToo se ha centrado en un aspecto: ¿por qué las víctimas no denuncian? ¿Por qué las víctimas permanecen en silencio o no señalan a su agresor?
Una de las cosas que ha revelado el movimiento #MeToo o #YoTambién es que hasta que no cambiemos la manera en la que operan y funcionan los lugares de trabajo, hasta que no exista un equilibrio en el poder que tienen las personas, seguiremos perdiendo, incluso cuando ganamos. En eso debe centrarse el debate en México.
El caso del que hablo es de tres mujeres que trabajaban en la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Según sus testimonios, eran acosadas por su jefe directo: las invitaba a salir de manera insistente y trataba de besarlas y tocarlas dentro y fuera de la oficina. Si no aceptaban las invitaciones, buscaba la manera de castigarlas, obligándolas a quedarse más tarde de lo usual o asignándoles labores que no les correspondían.
Las tres mujeres empezaron a trabajar en momentos distintos y no fue sino hasta enero de 2012 que se dieron cuenta de que les estaba ocurriendo lo mismo. Fue su propio #YoTambién lo que las llevó a denunciarlo dentro de la institución.
Cuando hablaron con el primer visitador de la CNDH, este las sentó con su jefe, quien se disculpó por sus “irregularidades administrativas”. El visitador, según las víctimas, prometió que de cualquier forma investigaría el caso y dejó instrucciones específicas sobre cómo debería ser la interacción entre ellos. Según una de las víctimas, el acusado no cumplió con la orden, seguía invitándola a salir y le impedía hacer su trabajo.
Las tres víctimas optaron por interponer una queja formal ante el Órgano Interno de Control de la CNDH, el organismo encargado de determinar si los servidores públicos cometen “faltas administrativas”, entre ellas acoso y hostigamiento sexual. Para cuando el órgano interno de control de la CNDH sancionó al jefe —una inhabilitación por seis meses— las tres mujeres ya habían renunciado. Fue entonces que dos de ellas pusieron la denuncia ante el Ministerio Público (la tercera mujer decidió no denunciar, aunque aparece como testigo en el caso).
Durante el proceso penal las víctimas rindieron sus testimonios y trataron de dar el mayor número de pruebas sobre su experiencia. El acusado las descalificó y contrapuso sus propios testigos y documentos para su defensa. Si las denunciantes eran sometidas a peritajes psicológicos que confirmaban las afectaciones que sufrieron por el hostigamiento, él ofrecía peritajes alternativos que decían lo contrario y arrojaban que las víctimas tenían una “propensión a la fantasía”, un “autodominio interno precario”, un “ajuste social y emocional pobres” y “posibles tendencias sádicas, infantilismo y necesidad de ganar afecto”. Las dos denunciantes se sometieron a otro perito, un “tercero en discordia”, quien finalmente confirmó lo que testificaron las víctimas.
De acuerdo con el testimonio del acusado, todo tiene una explicación bastante sencilla: él, un hombre casado, tuvo una relación sentimental con las tres mujeres y se están vengando. “Se asoma”, dice en su testimonio, “un despecho en mi contra”. Además, sostiene, “no es creíble que las supuestas denunciantes, si se sentían tan hostigadas como dicen, se abstuvieran tanto tiempo para iniciar una denuncia en mi contra”. El relato del acusado apela a que es más probable que existan tres mujeres despechadas, mentirosas y vengativas que tres mujeres hostigadas por una misma persona, su jefe, del cual dependen tanto su sostén económico como su futuro laboral.
Después de seis años, el último tribunal que revisó el caso consideró que él las había acosado y, además, resultó culpable por el delito de abuso sexual. La sanción incluye una multa, seis años de cárcel y su destitución del puesto que ocupaba en la CNDH. En todo este proceso, ellas no recuperaron su trabajo y él alega que lo torturaron en la cárcel (algo que, en el país, no se puede descartar).
El sistema penal en México, más que contribuir a la reparación del daño sufrido por las víctimas, parece que termina por revictimizarlas y multiplicarlas. Más aún: como el proceso penal está pensado para castigar al hostigador y no a la institución, esta no fue llamada a rendir cuentas para justificar cómo es que el acoso duró tanto tiempo. El problema, que es institucional, se individualiza.
Seguir el recorrido de esta condena permite ver los defectos del statu quo: es difícil exigir que las mujeres denuncien si el costo de hacerlo sigue siendo tan alto.
Más allá de lo defectuosos que parecen ser los procesos penales para lidiar con el acoso, son, además, insuficientes. En el mejor escenario, sirven para castigar algo que ya ocurrió, pero hacen poco por prevenirlo. Y la prevención es crucial: es lo que permite que nadie pase más por esto, que debe ser nuestro objetivo. Pasar del “yo también” al “ni una más”.
Fuente: NYTimes