SAN FRANCISCO XOCHITEOPAN, México — Saúl Nicolás Pérez estaba parado frente a su casa —o lo que quedó de ella— y evaluaba el daño causado por el terremoto. Grietas diagonales y profundas marcaron la fachada de adobe. Los muros eran escombros. Un colapso parecía inminente.
Él construyó la casa para su madre con el dinero de las remesas que enviaba a México, poco a poco, cuando vivió como inmigrante no autorizado durante tres años en Nueva Jersey; trabajó arduamente en cocinas de restaurantes y en un autolavado. Ahora esperaba un veredicto de parte de los ingenieros del gobierno: ¿podría ser reparada o era necesario demolerla?
Él se preparaba para lo peor.
“Uno trabaja años allá y en tres, cuatro segundos todo se acaba”, lamentó.
El epicentro del terrible sismo de la semana pasada en México, el cual ha causado la muerte de 333 personas en todo el país, fue a unos 16 kilómetros de su pobre comunidad rural, San Francisco Xochiteopan.
En este lugar de casas construidas con bloques de concreto y ladrillos de adobe, un habitante murió. Era un hombre de edad avanzada que fue aplastado en su hogar por un muro que colapsó.
El sismo dañó gravemente o destruyó muchos, sino la mayoría, de los hogares de la comunidad, y por cantidad, San Francisco Xochiteopan fue uno de los lugares del país donde el sismo dejó la mayor devastación.
El poblado, ubicado entre la sierra del sureste del estado de Puebla, hace recordar el patrón aleatorio de un bombardeo aéreo. Algunas casas con daños visibles mínimos se alternan con sitios devastados de concreto pulverizado, adobe hecho pedazos, así como objetos de la casa doblados o rotos.
Entre sus 1300 habitantes, la cifra de muertos (uno) probablemente hubiera sido más alta si el terremoto no hubiera ocurrido durante el día, cuando los niños están en la escuela y la mayoría de los adultos trabajan en los campos de maíz, frijol, amaranto y chía que rodean al pueblo como una corona de flores.
Para las familias del lugar, sus sencillos hogares eran toda la riqueza que tenían.
“Y ahora se quedaron sin nada”, dijo José Margarito Ramírez Medel, de 55 años, presidente municipal auxiliar de la comunidad.
Él está particularmente preocupado por los habitantes que, por su edad avanzada, ya no pueden trabajar en el campo y no tienen forma de reconstruir sus viviendas.
Los pobladores han oído de una posible ayuda de parte del gobierno para reconstruir, pero nadie está seguro si sucederá o cómo ocurrirá. Como todas las personas en el país, la fe en los gobiernos estatal y federal parece tan mínima que nadie apuesta por el apoyo gubernamental.
Para muchos, es más probable que la reconstrucción de San Francisco Xochiteopan dependa en parte, como ocurre con muchas otras cosas en este lugar, de las remesas provenientes de Estados Unidos. Este pueblo, como varios en esta región de México, ha enviado al norte generaciones de jóvenes en busca de trabajo, con una gran mayoría que elige como destino el área metropolitana de Nueva York. Ahí, han encontrado trabajo en restaurantes, construcciones, limpieza en casas y jardinería.
“Casi todas las casas vienen de allá”, dijo Marcial Pérez González, de 36 años, un campesino que ingresó ilegalmente a Estados Unidos en 2001 y pasó tres años en Nueva York, donde vivía en Brooklyn y trabajaba en un restaurante mexicano.
Debido al combate contra el ingreso ilegal de inmigrantes a Estados Unidos, los habitantes de esta comunidad se preocupan sobre el futuro flujo de remesas. Cualquier arresto y deportación de sus familiares podría terminar un salvavidas financiero que es vital para muchos.
“Ahora, con el presidente que tienes, él quiere enviar a todos nuestros paisanos para acá”, dijo Ramírez Medel, quien tiene a dos hijos que viven sin papeles en Nueva York e Indiana. “¿Qué vamos a hacer?”.
Por ahora, San Francisco Xochiteopan recibe ayuda. El lugar está lleno de voluntarios que colaboran para retirar los escombros, así como a distribuir el agua y las provisiones que han sido enviadas en grandes cantidades.
El viernes pasado, un autobús llegó a la comunidad lleno de comida, ropa y otros artículos. Un letrero decía: “Brooklyn ayudando a los mexicanos”.
El patio de juegos de la escuela primaria se han convertido en un depósito y centro de distribución de víveres donde los voluntarios y los soldados clasifican agua, alimentos y productos de higiene, y los entregan a los habitantes. En un campo de juego cercano, los funcionarios han armado tiendas de campaña para brindar refugio a cerca de 200 personas cuyas casas están demasiado dañadas para ocuparlas y que no tienen ningún lugar al cual dirigirse.
Pequeños equipos de arquitectos e ingenieros, algunos de ellos todavía estudiantes universitarios, han evaluado los daños.
Muchas casas en el poblado están acordonadas con cinta amarilla de plástico para advertir sobre el peligro de un derrumbe en un triste contraste con las alegres banderas mexicanas de plástico en los marcos de las ventanas y los techos, vestigios de los festejos del Día de la Independencia que México realizó unos días antes del sismo, el 16 de septiembre.
Unos voluntarios han caminado a través del pueblo, piden a los residentes que pernocten en un albergue en vez de permanecer dentro o cerca de sus hogares dañados. Además de los hogares que colapsaron por completo en el terremoto, los funcionarios han determinado que 240 no son aptos para ser habitados y dijeron que serían demolidos.
Un voluntario con un casco amarillo llegó a la propiedad de la familia Pérez —integrada por nueve miembros—, en la ladera de un cerro que se eleva por encima de la comunidad. Solo uno de los muros del hogar familiar estaba intacto y los artículos que antes estaban dentro de la casa ahora lucían desperdigados en el patio. Seis cabras y un gallo caminaban confundidos dentro de un pequeño corral con alambre de púas.
El voluntario recomendó a los familiares que “deberían aprovechar” el albergue y la atención médica, así como los alimentos y los servicios que ahí ofrecen.
Miguel Pérez Palacios, de 52 años, y su hijo, Ronaldo Pérez García, de 19, escucharon pacientemente. Este es un pueblo en el que todos se saludan con un amistoso “Buenas tardes”, aun cuando han perdido su hogar.
“Vamos a sobrevivir esto porque México es un país muy fuerte”, dijo el voluntario.
Cuando se fue, el padre dijo que enviaría a su familia a pasar la noche al albergue, pero que se quedaría con su hijo para proteger a los chivos de los ladrones. Tenían que aferrarse a cualquier cosa que todavía tuvieran.
“Construimos esto poco a poco con lo que sacamos del campo”, dijo el hijo de Pérez, señalando hacia los restos de su hogar. “Vamos a quedarnos sin nada”.
Ramírez Medel, el funcionario local, dijo que había dormido poco desde que ocurrió el sismo el martes. Un par de horas en un momento, unas pocas horas después.
“Intentamos ver cómo puede ayudarnos el gobierno”, dijo.
Él lleva un radio que hace ruidos con las conversaciones de hombres que hacen peticiones y dan órdenes. El sudor brilla bajo el listón de su sombrero blanco. Los dedos de sus pies que sobresalen de sus sandalias están cubiertos de tierra y los bordes de su pantalón se arrastran por la tierra.
El antes altísimo techo de la iglesia católica colapsó dentro de la nave. Los pobladores sacaron estatuas, pinturas y un crucifijo de la destrucción y construyeron un altar improvisado en un centro comunitario. Unas sillas de plástico fueron colocadas en filas, listas para la misa dominical. Un letrero escrito a mano junto al plato de las limosnas pedía aportaciones “para la reconstrucción de las manos” del santo patrono, San Francisco.
Ramírez dijo que vivió en Nueva York durante un año, a principios de los años 2000.
Con esfuerzo, recordó el barrio: Corona, Queens. Él trabajó en un restaurante chino cerca de Canal Street en Manhattan por 200 dólares a la semana, dijo; posteriormente, se unió a un grupo de pintores en Nueva Jersey para ganar 300 dólares a la semana y enviar todo lo que pudiera ahorrar para su esposa y sus hijos en Puebla.
Recordó la terrible experiencia de perderse en el metro la primera vez que intentó usarlo, lo que lo hizo sentir como “un niño de primaria”. Jugaba básquetbol los domingos con otros obreros mexicanos, en algún lugar cercano a la calle 103, y se acordó de que su jefe estadounidense en el grupo de pintores pronunciaba la palabra “Gracias” como “Grasas”, lo que los trabajadores mexicanos consideraban muy gracioso.
Ramírez sonrió. El remolino de los esfuerzos de ayuda a su alrededor pareció desaparecer. Su migración, dijo, había sido motivada por un sueño.
“Quería conocer cómo era un dólar”, recordó. “La primera semana, cuando me pagaron”, dijo mientras levantaba sus dedos que formaban una pinza, como si sostuviera un billete imaginario. “Yo dije: ‘Gracias a Dios, ahora ya conozco un dólar’”.
Repentinamente, comenzó a llorar, sobrecogido por la emoción: la migración, las dificultares en Nueva York, el terremoto, la incertidumbre del futuro de su pequeño poblado. Puso las manos sobre su rostro —no para tapar sus ojos pero, al parecer, para aminorar el dolor—.
Ramírez dejó de llorar, limpió sus lágrimas con su chamarra de mezclilla. El radio hizo ruidos y bajó el cerro hacia el albergue, mientras sus sandalias raspaban la tierra.
Fuente: NYTimes