Ninguna ciudad está preparada para un atentado terrorista. Tampoco Barcelona, que hasta hace unas horas celebraba el veinticinco aniversario de los juegos olímpicos que la consagraron globalmente como una ciudad artística y atlética, como proyecto de ilusión colectiva. La celebración se ha congelado abruptamente en el pánico que sacude, el horror sin sentido, el duelo que empieza su duro recorrido. Las fiestas del barrio de Gràcia, famosas por la decoración de sus calles que se convierten en preciosos miniparques temáticos, han sido suspendidas. Todos los barceloneses, de hecho, permanecemos en suspenso mientras comenzamos a entender que ha pasado eso: un atentado terrorista.
La policía, mientras tanto, activa los protocolos. Cierra las estaciones de metro; acordona la zona; inspecciona la furgoneta homicida; persigue a los sospechosos; gracias a un necesario control policial. Las autoridades confirman las trece víctimas mortales, los cien heridos. Empiezan a circular los nombres: la Operación Jaula, el sospechoso Driss Oukabir. Y los bulos: hay un terrorista atrincherado en un restaurante, pero no.
En dos horas ya todos sabemos que Driss Oukabir está en Facebook. Ya hemos visto sus fotos y vídeos. Hemos leído y opinado todos desde el primer momento en Twitter. Los atentados terroristas han creado en pocos años sus fases, sus pautas, sus desafíos éticos. La Policía Nacional nos lo ha recordado enseguida: no compartan imágenes de víctimas reconocibles. Pero los medios de comunicación masivos ya estaban publicando y difundiendo precisamente esas imágenes. La ética periodística se delega, se democratiza: se pervierte a ritmo de clic.
El 11-S fue un ataque vertical que nos obligó a mirar hacia el cielo; pero enseguida se impuso el modelo horizontal. París, Londres, Madrid, Estocolmo, Niza, Berlín. Los fanáticos ya no nos amenazan con bombas, sino con atropellarnos salvajemente (las bombas siguen explotando en Kabul). Horizontalmente. Y del mismo modo vivimos la sobreinformación: el 11-S fue un atentado sin redes sociales.
Hasta hace unas pocas horas la conversación y las noticias, en Barcelona, iban de la huelga de los agentes de seguridad del aeropuerto de El Prat al posible referendo por la independecia, del exceso de afluencia turística al diálogo imposible entre la Generalitat y el Gobierno de Madrid, al fondo: los taxistas contra Cabify. En estos momentos, en cambio, con el sistema de transporte público detenido, los taxis y los coches de Cabify han prestado sus servicios gratuitamente, los hoteles están alojando a los turistas que no pueden llegar a sus habitaciones en la Rambla, y el presidente de Cataluña, Carles Puigdemont, está en contacto directo con el de España, Mariano Rajoy (y los Mossos, por supuesto, con la Policía Nacional).
Todo el mundo se manda whatsapps, todo el mundo se solidariza en Facebook, muchos donan sangre, muchos nos preguntamos cuándo fue la última vez que estuvimos en esos centenares de metros que hoy han sido arrasados.
En los últimos años la Rambla se ha convertido en sinónimo de turismo descontrolado, en el eje que conecta el puerto de los cruceros con el Paseo de Gràcia del modernismo y las franquicias internacionales. Pero si llegó a ser ese icono es por la tradición cultural que atesora: desde el monumento de Cristóbal Colón hasta la Plaza Cataluña, en ese kilómetro y pico se suceden los edificios, las costumbres y las historias que miniaturizan Barcelona. Por eso ha sido el objetivo de los terroristas. Porque nos representa, ante nosotros mismos y ante el mundo.
Somos muchos los que hemos pensado, mientras mirábamos las pantallas, en el 19 de junio de 1987, cuando la organización terrorista ETA asesinó a 21 personas en el Hipercor de la Meridiana. Este verano se han cumplido treinta años. Las cifras redondas las carga el diablo.
Pero debemos ser muchos más los que recordemos la última vez que se celebró un título del Barça en la fuente de Canaletas. Las exposiciones que hemos visto en el Arts Santa Mónica o en La Virreina. La primera vez que paseamos; la primera vez que trasnochamos; el tonto poder de las primeras veces. Incluso todo aquello que no vivimos. Las librerías. Aquel día en que las floristas de la Rambla llenaron de ramos la habitación de hotel donde se hospedaba García Lorca (habían visto, encantadas, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores). Aquellos paseantes, Jacint Verdaguer o Hans Christian Andersen o Walter Benjamin o Nazario, arriba y abajo entre pájaros y terrazas y quioscos de diarios, como tantos otros, como todos nosotros. ¿Quién no ha caminado alguna vez por la Rambla de Barcelona?
Que no nos quiten eso. Y que esta solidaridad que ha aflorado a la velocidad de la luz y del vértigo, que ha llenado en pocos minutos las reservas de sangre de todos los hospitales, que tanto recuerda a la de 1992 y a la de 1987, no se desvanezca. La marca Barcelona tiene que ser la suma de todas esas marcas que dejamos en Barcelona cada vez que la caminamos.
Fuente: El País
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