Colaboración de Carlos Ferreyra
Cada seis años el mandatario entrante se dedica con afanes inentendibles para los humanos corrientes, a enterrar los buenos propósitos de su antecesor y a tapar toda posibilidad de que sean revividos.
Salta del baúl de los recuerdos la imagen de José López Portillo, a quien acompañé como reportero de “Unomásuno” cuatro años en giras nacionales, al extranjero, sesiones interminables en Los Pinos, Palacio Nacional y en muchas otras actividades de la agenda diaria del mandatario.
Lo conocí, pues, con sus frivolidades, sus pasiones y sus virtudes porque aún cuando muchos que ni siquiera se acercaron alguna vez al personaje, lo nieguen, tuvo muchas virtudes que su sucesor, Miguel de la Madrid, se dedicó a sepultar cuidadosamente.
Hubo dos hechos que pudieron haber cambiado el hoy trompicado futuro de la nación: su intención de levantar en lo inmediato dos refinerías que exportaran productos petroleros con valor agregado, esto es con mano de obra e insumos nacionales, y la estatización de la banca.
Era casi obvio que los vecinos del norte no permitirían que nos independizáramos en cuestión de energéticos. Por lo que no sólo impidieron con la complicidad de De la Madrid, que se levantaran las refinerías por las que viajamos al sureste para colocar las primeras piedras, sino que además obligaron a entregar la banca nacional a la banca extranjera.
A cambio de las refinerías, permitieron a México invertir en una planta en Texas, donde procesamos la gasolina que luego importamos a precio de dólar. O sea, fabricamos en el extranjero para autocomprarnos caro.
En el caso de la banca, de hecho se colocó la soberanía financiera en manos de mercachifles y especuladores internacionales. Un caso: el Banco de Comercio del poblano Manuel Espinoza Yglesias, hoy BBVABancomer, es la institución que salvó de la quiebra a su central hispana luego de que reventó la burbuja inmobiliaria en la península. La inyección de capital que aportó México rescató a esa institución.
Vi a López Portillo en exhibiciones de monta inglesa o disfrazado de chinaco, como la foto que encontré en el feis. Pero igualmente lo encontré defendiendo al Canal de Panamá, sosteniendo los acuerdos sobre El Salvador y respaldando a la esperanzadora Revolución Sandinista.
Nunca sostuve gran cercanía con don José. Acompañado por Ricardo Trejo, el presidente nacional de los contadores al servicio del Estado, lo visité un par de ocasiones. Nos recibió en su biblioteca cuya belleza era un premio para sus visitantes. Estética y con colecciones perfectamente clasificadas, era un deleite tomar un simple café en ese ambiente, también repleto de pinturas de autores famosos.
López Portillo, que se hizo de la vista gorda cuando el orgullo de su nepotismo, José Ramón, fue denunciado por presunta participación en el mercado “spot” del petróleo, con recursos de Pemex, murió pobre, me consta, acogido, casi arrimado, en la casa de doña Margarita su hermana, que estaba en parecidas condiciones.
Ambos vivieron sus últimos días encerrados. Los días de gloria pasaron y el cobro que les hizo el destino fue cruel. La Colina del Perro ahora es set permanente de telenovelas y pasó a propiedad de la viuda, Sasha Montenegro, una argentina descendiente de yugoslavos que además heredó la colección de libros, incunables y primeras ediciones.
¡Ah! y para que no se nos olvide, heredó la pensión de su marido y las prestaciones adjuntas como guardias uniformados del Estado Mayor, secretarias y ayudantes personales.
De López Portillo las anécdotas son interminables. No era un personaje cuya existencia empezara cada día en una oficina y terminara en las aburridas sesiones de análisis de todo con las consabidas conclusiones de nada.
Inventó lo que anunciaban: “Hoy, la República está reunida” en torno a una mesa en forma de herradura en cuyo centro estaba él. Los reporteros lo observábamos para saber si poníamos atención o nos íbamos a tomar café. Si en las hojas en blanco que se colocaban en su sitio el mandatario hacía trazos rápidos, era el anuncio de que algo iba a pasar.
Si del presidente deslizaba el lápiz, siempre lápiz, con cuidadoso afán de elaborar un dibujo bien hecho, podíamos irnos a nuestras casas y esperar el boletín. Que no lo hacíamos, desde luego, pero no habría información trascendente, por lo menos del dibujante de caballos.
Enfrente, una solitaria bandera nacional a cuyo costado se colocaba un uniformado. Y los periodistas deambulando de un lado a otro tratando de adivinar por dónde saldría la información.
En una reunión de la República para analizar la situación del campo, escuchamos la voz cascada de un viejo campesino que nos hizo creer que íbamos a tener la nota del año: “Mire señor presidente”, dijo solemne, “ya es tiempo que alguien se lo diga, porque nadie le dice la verdad de lo que pasa y es tiempo de abrir los ojos, de no hacernos pendejos” (expresión nada usual en estos actos).
Efectivamente vimos a López Portillo abrir desmesuradamente los ojos, arrugar el ceño y prepararse para la siguiente andanada: “porque usted vale mucho, señor, aunque nadie se lo diga, porque usted es el más grande presidente que ha dado la nación a sus hijos…” Y así, al infinito.
Cumple años de fallecido don José López Portillo, de quien hay cuentos e historias para repletar una enciclopedia. Unas divertidas, otras dolorosas, muchas incómodas pero todas, sin duda, salidas de la obra, el pensamiento de un hombre de gran inteligencia, superior cultura, y permítaseme insistir, de grandes propósitos para el avance del país.
Pero ya sabemos, los cangrejos en cubeta son nuestra divisa nacional.