Colaboración de Francisco Fonseca
Hace 65 años abrió sus puertas la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales (hoy Facultad) de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su programa de estudios ofrecía entrar de lleno al modernismo intelectual y al mundo apasionante de la administración pública. Cuatro carreras (diplomacia, sociología, periodismo y ciencias políticas, propiamente) reforzaban nuestra convicción de que entrábamos sin malicia, con nobleza de miras, al mejor de los mundos posible de la enseñanza universitaria.
Quienes ingresamos deslumbrados a sus aulas, allá por el rumbo de San Cosme en la Ciudad de México, pensábamos en la oportunidad de servir a nuestro país con instrumentos más adecuados a la dinámica del desarrollo. Se hablaba entonces de despegue, de estructuras y roles sociales, de métodos avanzados de investigación de la comunidad. Nos enfrascábamos en el análisis profundo de los tratados marítimos y espaciales y nos atraía la intrincada telaraña de los acuerdos bilaterales, el universo geométrico de los medios de comunicación masiva y reflexionábamos seriamente sobre el papel del Estado, como el coordinador eficaz de las actividades públicas.
Pertenezco a una generación cuyos sueños fueron alimentados por la aparición de importantes sucesos y fenómenos mundiales: el triunfo de la revolución cubana, los increíbles avances de la ciencia y la tecnología, la consolidación de la carrera espacial, el resquebrajamiento del sistema colonial en Asia y Africa, sobre todo.
¿Cómo olvidar las hazañas del Ejército rebelde de la Sierra Maestra, el sacrificio de Patricio Lumumba, los esfuerzos de Sekou Turé, de Julius Nyerere, de Ben Bella y de Sukarno, por construir naciones libres y soberanas? ¿Cómo no recordar con emoción el lanzamiento del Sputnik y los nombres de Yuri Gagarin, Alan Shepard, John Glenn y tantos otros valiosos pioneros de los viajes espaciales?¿Cómo no evocar los discursos promisorios del estadista norteamericano, John F. Kenedy, los sueños y premoniciones de Martín Luther King, el separatismo indigno del muro de Berlín? Cuántos temas que le dieron consistencia moral a nuestras discusiones en el seno de la escuela. ¿Cómo no tener presentes, si fueron punto de partida del quehacer intelectual, nombres como Talcot Parsons, Mc Luhan, Marcuse, Mills y Vance Packard, modernos aprendices de brujos que hicieron estallar su polvo de luces de la inteligencia ante nuestros ojos, asombrados por lo que ya se anticipaba en cascada incontenible de acontecimientos?
La vida está poblada de nombres y a estas alturas de la vida yo guardo como recuerdo grato e imborrable el de mis maestros de ciencias políticas y sociales, con quienes conviví los mejores años, los del impulso y la palabra, los de la acción y el pensamiento: Luis Recasens Siches, Martín Luis Echeverría, Pablo González Casanova, Modesto Seara Vázquez, Carlos Tornero Díaz, José Antonio Murguía Rosete, Margarita de la Villa de Helguera, Arturo Arnaiz y Freg, Guillermo Garcés Contreras, Fedro Guillén, Jesús Vázquez y Vázquez, Francisco González Díaz Lombardo, Alfonso García Ruíz, Salvador Chávez Hayhoe, Jacques Verrey, Johanna Faulhaber, Luis Quintanilla, Carlos Bosh, Ricardo Pozas, Jesús Aguirre, Juan Pérez Abreu, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, entre otros lúcidos y modestos conductores de hombres, quienes fueron mis maestros universitarios. Si omito mencionar algunos nombres es porque después de tantos años, la memoria no es la misma; sin embargo, los cariños y los afectos permanecen.
Hoy que el escenario de la patria desmejora, hoy que enfrentamos guerrillas, secuestros, asesinatos, impunidades y fraudes, evoco con la mayor dulzura los años del adolescente en la querida y pequeña Escuela de Ciencias Políticas y Sociales, donde soñamos que tendríamos un México de azúcar y de canela. ¡Qué lejos estaban nuestros mentores de pensar en que el desasosiego y la desesperanza fluyeran sobre México! Sus enseñanzas quedaron y quedarán grabadas para siempre en el corazón y en el entendimiento: ¡Amar a México!