Colaboración de Francisco Fonseca
Todo empezó una mañana cualquiera del mes de abril de 1947, hace 69 años. Fue una mañana normal con un cielo ni más claro ni más oscuro que otros días en el árido paisaje de la rivera noroeste del Mar Muerto. Se inició cuando un pastor de cabras, un beduino de la tribu de los Ta’amireh, llegó casualmente a una oscura caverna situada en la terraza de Wadi Qumrán en busca de uno de sus animales que se había extraviado. Cuando tiraba piedras a las cavernas y a la pared rocosa, escuchó un ruido que le pareció el de la cerámica al romperse.
Así descubrió unas jarras de barro que contenían legajos de cuero cubiertos de una pequeña caligrafía hebraica. Eran unos cilindros en extremo vetustos y polvorientos. Era como si al sacarlos a la luz del día tras dos milenios de reclusión -dice el historiador Paul Johnson-, los pergaminos se sacudieran la ceniza fuliginosa de su sepulcro y se levantaran, solemnes y frágiles, para iniciar la cadenciosa marcha de los resucitados.
En los rollos de Qumrán cada letra constituye un mundo y cada palabra un universo. No se comprendería la historia moderna de la humanidad sin esos manuscritos que no se dejaron vencer por el tiempo ni por las transacciones oscuras y tramposas de los mercaderes ni por las maniobras de quienes frenaron su rápida publicación.
Hay quienes aseguran que esos manuscritos fueron el legado de una comunidad de hombres piadosos, los Esenios, que en el siglo II antes de Cristo dieron su propia interpretación a los cinco libros de Moisés, a sus leyes y mandamientos. Ciento diez tumbas en el cementerio de Khibert Qumrán, así lo acreditan.
Los Esenios fueron una secta judía que se formó, creció y se manifestó a las orillas del Mar Muerto. Algunos autores fijan su origen en Essen, hijo adoptivo del patriarca Moisés, unos mil 500 años antes de la era actual. Precisamente el descubrimiento de los rollos hizo que los historiadores empezaran a investigarlos, ya que hasta entonces solo habían sido mencionados escuetamente por los cronistas viejos como los Plinios, Flavio Josefo y Filón.
Eran una secta de costumbres ortodoxas para su época. En su conducta respondían a una alta moralidad, lo que los hacía altamente respetables en la región, aunque su moralidad no fuese bien vista por la comunidad judía del Oriente Medio.
Esta debe ser una de las razones por las cuales los Esenios tienen una o dos menciones en la Biblia y fueron escasamente reconocidos. Vivían en una congregación monástica, alejados de cualquier costumbre que vulnerase su integridad física y anímica. Salían muy temprano a hacer trabajo en el campo y tenían estrictamente prohibida la utilización de aceites y bálsamos para proteger su piel; contaban con grandes tinas para bañarse varias veces al día, actividad de la cual posiblemente deriva su denominación de Esenios; celebraban solemnemente la toma de sus alimentos y el dirigente de la secta, apodado el “Maestro de la Luz”, dividía el pan de la misma forma que lo hizo Jesús en la Última Cena. Los cronistas no evangélicos están seguros que Jesús y Juan el Bautista vivieron algún tiempo en Qumrán. Alguno afirma que Cristo llegó a encabezar la secta como Maestro de la Luz, en constante lucha contra el “Maestro de las Tinieblas”.
Qumrán, sabiduría y máxima creación humana plasmada en un gesto desprovisto de todo interés personal para ofrendarlo generosamente a la humanidad entera, dos mil años más tarde.