Colaboración de Francisco Fonseca
En el castellano hay palabras que, al paso de los años o como resultado de la necesidad de la época, se van creando; se les llama neologismos, o sea, palabra nueva. Las necesidades de la época las va marcando, generalmente, la tecnología. Así con la aparición de las comunicaciones rápidas se fueron creando neologismos que hoy son palabras del hablar diario: telégrafo, teléfono, telemetría, televisión, télex, telefax, telefoto, telemática, etc., todas ellas utilizan el prefijo “tele” que significa “a distancia, lejos”. Al proceso para crear nuevas palabras o neologismos mediante prefijos se lo conoce como prefijación. Es muy común hoy en día formar palabras nuevas, crear, inventar. Todo ello va marcando el signo de los tiempos, la vorágine que nos devora diariamente y que afecta, sobre todo, el lenguaje.
México entró, desde hace casi nueve años, en una guerra contra la delincuencia organizada y el narcotráfico. No ha sido una guerra que tenga como fin el espacio vital, pretexto de miles de contiendas habidas a lo largo de la historia. Tampoco estamos inmersos en una guerra por distintas ideologías políticas, religiosas o sociales, como ocurre en varios países hoy en día. Es una guerra que no se planeó ni se establecieron parámetros de inteligencia para conocer la estatura del enemigo, simplemente se declaró y ya. Es una conflagración tan virulenta que en el lapso de los nueve años ha producido más de 150 mil víctimas, de las cuales un gran porcentaje son inocentes. Jean Meyer Barth, historiador mexicano de origen francés, nacido en 1942 dice en su libro La Cristiada que se calcula que en la llamada guerra de los cristeros, que transcurrió en México de 1926 a 1929 casi cuatro años, murieron entre 25 y 30 mil cristeros (solo del lado de los inconformes). Fue un conflicto producido por ideología religiosa. O sea que nuestro problema que no tiene para cuando acabar tiene un enemigo que no conocemos porque posee miles de cabezas y dejará un penoso mensaje en los libros de historia nacional.
Ahora bien, este conflicto contra las huestes del narcotráfico ha producido vocablos nuevos con prefijo. Hay un prefijo de moda: “narco” que deriva de la palabra “narcótico” (sustancia que produce relajación muscular y pérdida de la sensibilidad). Y así escuchamos y leemos a diario, una y mil veces unas palabras nuevas, asaz tristes y angustiantes: “narcotráfico, narcoterror, narcotúnel, narcomensaje, narcofosa, narcolista, narcotraficante, narcoviolencia, narcoterritorio, narcociudad, narcoejecuciones, etc. Y así se van creando, con el paso del tiempo, palabras nuevas que detallan una etapa del México del tercer milenio.
Hace unos días entramos de lleno al debate nacional acerca de la permisividad de la marihuana. Sabemos que es un estupefaciente y como tal asalta directamente los centros sensibles del cerebro, sobre todo a edades tempranas. Tendremos épocas difíciles para ajustarnos a la consumición del enervante. “Qué caray”, decía mi padre, “a todo se acostumbre uno, menos a no comer”. Veremos y diremos.
Es imposible ignorar el delito. Los delincuentes no han cambiado significativamente a través del tiempo; todos ellos han sido motivados por la ambición y la codicia, y satisfacen sus objetivos con riqueza y con poder. Explotan inmisericordemente al ser humano en su integridad física, en su libertad y en su patrimonio, y aprovechan las deficiencias del gobierno en el cumplimiento de la ley. En realidad, dicen los criminólogos, el delito organizado es un fenómeno fundamentalmente imperfecto.
El criminólogo Rafael Ruiz Harrell (1933-2007) decía que la criminalidad ha crecido tanto, es a tal grado violenta y es tan poco lo que se está haciendo para restablecer el imperio de la ley, que México puede llegar a ser ingobernable. Desde que Ruiz Harrell pronunciara estas palabras han transcurrido 15 años.