La primera temporada de la serie El Chapo, protagonizada por Marco de la O como el célebre capo mexicano, tiene una doble estructura circular. En el episodio piloto se anuncia la construcción de una cárcel de máxima seguridad y muere el padre del protagonista. En el último capítulo fracasa el enésimo intento del Chapo para escapar de esa prisión y un poderoso flashback nos muestra su adolescencia: la violencia del padre y cómo es adoptado por el narco local. Entendemos así su obsesión por ascender, por ser patrón, por matar a todos los padres.
Aunque la serie de Silvana Aguirre (para Univisión y Netflix) por desgracia no logra mantener un nivel constante de excelencia, sí ostenta otros excelentes hallazgos. El principal es la figura de Conrado, también conocido como Don Sol, un oscuro y ambicioso funcionario gubernamental interpretado por Humberto Busto, cuyo ascenso en paralelo al de Joaquín Guzmán permite observar el narcotráfico como política de Estado. Manipulando a sus dos superiores: el general Blanco (Luis Rábago) y al presidente de la República (Héctor Holten), Don Sol también desea deshacerse de sus propios progenitores.
Da miedo el México de los años ochenta que retrata El Chapo. Es un país que hereda de Colombia la semilla de una guerra (qué gran idea: comenzar la serie con el encuentro entre El Chapo y Pablo Escobar, que no solo supone el pase de un testigo criminal e histórico, sino también la inclusión de la nueva serie en la tradición de Escobar, el patrón del mal y Narcos).
Un país donde compiten los políticos, los traficantes, los militares, los policías y la DEA por enriquecerse ilícitamente, acumulando fosas comunes en su noche del alma oscura y brutal. En ese horizonte hiperviolento y claustrofóbicamente masculino, los dos únicos personajes con solvencia moral son mujeres.
Dolores Heredia interpreta a Gabriela Saavedra, la periodista que investiga las violaciones cometidas por el general Blanco y la Licenciada que dirige el penal es encarnada por Mariana Gajá. A través de ellas se introduce en la década de los ochenta, la mirada de 2017. En esa mirada (la nuestra) hay pena y hay rabia y hay crítica, pero ni un atisbo de nostalgia.
Puedo entender la nostalgia del Chapo cuando recuerda la primera fiesta de su vida: el alcohol, el sexo y la emancipación que tanto ansiaba. Pero no puedo entender ese tópico que se ha difundido como un memo meme, según el cual las series están recuperando los años ochenta porque se alimentan de la nostalgia de una generación.
Stranger Things sí es un artefacto diseñado para el reconocimiento de iconos generacionales, sobre todo cinematográficos, pero Narcos, El Chapo o Snowfall (sobre el nacimiento en Los Ángeles de la plaga del crack) apuntan en otra dirección.
La misma que observamos en The Americans (que retrata a una pareja de espías rusos infiltrados en la sociedad estadounidense) y en Halt and Catch Fire (la génesis de la tecnología que ahora nos acompaña y subyuga). La arqueología. No se trata de añorar tiempos mejores ni de establecer lazos de complicidad con quienes fueron o fuimos en los ochenta, sino de entender las raíces de nuestro presente.
A propósito de los novelistas ingleses que en los años treinta del siglo XIX empezaron a trabajar, en clave realista, el tema de la comunidad, el crítico marxista Raymond Williams escribe en Solos en la ciudad que “aprendieron a contemplar con perspectiva histórica las crisis de su propio pasado”. Eso están haciendo los guionistas de las series (el realismo mainstream de hoy, que entonces monopolizaba la novela).
Los años ochenta son el fin de la Guerra Fría y el inicio de nuestras guerras deslocalizadas, multipolares y virtuales. Los ochenta son el nacimiento de la informática, la telefonía móvil e internet. También son la coca y la heroína. La política y la tecnología, en todas esas series, se entremezclan con la droga.
El protagonista de Glow consume, como lo hacen varios personajes de Halt and Catch Fire. Estos están diseñando nuestro presente imantado a las pantallas; aquel construye un programa de televisión de lucha libre femenina (inspirado en uno real). La Guerra Fría, las pantallas, las drogas: no es nostalgia, sino interés y preocupación por cómo mutan nuestras adicciones, por las metamorfosis de nuestros enemigos.
Fuente: NYTimes
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