Miguel Etchecolatz tiene 88 años y está preso. La justicia lo condenó a cuatro reclusiones perpetuas por tormentos, secuestros, homicidios y falsificación de identidad, delitos de lesa humanidad que cometió cuando era el jefe de policía de los 21 centros de detención ilegal que la dictadura argentina tuvo en la provincia de Buenos Aires.
El 9 de mayo pasado, Etchecolatz pidió que se le aplique el 2 por 1, un beneficio pensado para delitos comunes que la Corte Suprema decidió extender también a los represores.
El fallo causó tanta indignación que el Congreso demoró menos de 48 horas en redactar y aprobar una ley que le pone límites, con el voto de los diputados y senadores de todos los partidos políticos.
El miércoles 10, con la ley recién aprobada, decenas de miles de personas marcharon a la Plaza de Mayo para repudiar a la Corte y contra la impunidad. Entre la multitud estuvo Mariana D., de 46 años, hija de Etchecolatz.
La revista Anfibia publicó una entrevista donde la mujer relató cómo fue vivir con un ser que le producía terror.
Mariana D. se cambió el apellido hace un año y prefiere resguardar el nuevo.
Es psicóloga y profesora en una universidad privada. Es la única de la familia Etchecolatz que se ha quedado en Buenos Aires, resistiendo la carga de su apellido y el peso de la memoria. La del miércoles fue su primera marcha por los derechos humanos, convencida que su padre merece morir en la cárcel.
Etchecolatz es un símbolo de la represión ilegal en Argentina. Fue el segundo de la policía de Buenos Aires durante la dictadura y tuvo a su cargo los centros clandestinos donde se torturaba y asesinaba a los detenidos.
En 1986 fue condenado a 23 años de cárcel por 91 casos de tormentos, pero quedó libre por las leyes del perdón votadas durante el Gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989).
En 2003 esas normas fueron derogadas y Etchecolatz fue de los primeros represores en volver a la cárcel. Siempre desafiante, nunca se ocultó a los medios, donde hacia alarde de su violencia y defendía la represión.
El periodista Juan Manuel Mannarino cuenta en Anfibia que Etchecolatz era una presencia fantasmagórica en su casa de Avellaneda, en las afueras de Buenos Aires, donde Mariana y sus dos hermanos varones sólo lo veían los fines de semana.
«De lunes a viernes, el padre conducía el aparato represivo. Daba órdenes para secuestrar personas, torturarlas, asesinarlas. Los sábados y domingos Etchecolatz casi no hablaba. Se la pasaba echado en una cama mirando televisión. Cada tanto emitía un silbido: había que llevarle rápido un vaso de agua mineral fresca con gas. Si algo no le gustaba, Etchecolatz les pegaba unos bifes (golpes) con la palma abierta a sus hijos», indicó el periodista.
Mariana tuvo una primera infancia feliz en la casa de sus abuelos maternos, pero cuando cumplió 8 años tuvo que mudarse con el resto de la familia a La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, desde donde Etchecoltaz coordinaba el aparato represivo. Ahí comenzó una vida errante entre colegios y casas que no duraban más de un año «por cuestiones de seguridad».
«¿Cómo te sentías cuando escuchabas su apellido en los medios?», le pregunta el periodista. «Me invadía el terror. Me temo que aún sigue sosteniendo poder desde la cárcel, no es un ningún viejito enfermo, lo simula todo. Es un ser infame, no un loco, alguien a quien le importan más sus convicciones que los otros, alguien que se piensa sin fisuras, un narcisista malvado sin escrúpulos. Antes me hacía daño escuchar su nombre, pero ahora estoy entera, liberada». Por eso se ha animado a contar su historia. «Lo único que quiero expresar ante la sociedad es el repudio a un padre genocida, repudio que estuvo siempre en mí», dice.
Fuente: Reforma