El desarrollo de la humanidad no ha tenido siempre un impulso franco, progresivo. Las ideas y los hechos luminosos que han transformado al mundo tienen su contraparte, obstáculos que el hombre mismo, absurdamente, ha puesto en su camino. Así, junto a la explosión de su genialidad permanecen encubiertas mil formas de comportamiento disparatado que frenan su destino natural.
En este sentido –precisamente la falta de sentido común– drama y comedia van de la mano. Toda suerte de hechos increíbles y de leyendas y mitos irracionales llenarían el más grande muestrario de lo absurdo con ejemplos que hablan de la experiencia de siglos.
Sueños afiebrados y tradiciones aceptadas forman la levadura de lo absurdo. Por ejemplo, mucho de la búsqueda y la exploración de tierras nuevas en siglos pasados, tuvo su origen en la teoría de que el oro -causa de guerras injustificadas entre países y de campañas despiadadas para obtenerlo- se ofrecía sin reservas al primero que se atreviera a buscarlo. Bien sabemos las consecuencias de esta búsqueda. La voz del rey Midas resuena con mayor brío en nuestros tiempos.
Con ese mismo criterio barroco se hicieron árboles genealógicos dictados por la vanidad, colecciones inútiles, protocolos retorcidos que son producto de mentes alucinadas o como decía Voltaire, de “los caballeros de la ignorancia, los paladines del papeleo, los campeones de la confusión”.
Ahora bien, durante siglos las oligarquías de siempre dirigiendo las fuerzas de las grandes potencias se distribuyeron, a sus anchas, el mundo entero. Entre lo absurdo y la confusión invadieron, explotaron, sacrificaron y exprimieron. Por supuesto que la Iglesia participó en estas conquistas y obtuvo buenos protectorados, abanderada de lo que decían era la palabra de Dios.
Hoy el mundo se debate en las transformaciones de la democracia. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron liberados, al fin, los cuatro jinetes del Apocalipsis quienes siguen, hasta la fecha, cabalgando campantes por todo el planeta que se convulsiona entre las calamidades bíblicas. Son los triunfos de las democracias modernas.
México no escapa de esta vorágine. Estamos viviendo y sintiendo tiempos difíciles; es la lucha por el poder. Pero cuando el poder se encarna, entonces se hace difícil deshacerse de el, aunque duela. Se crean ambientes virtuales y se envuelve a la ciudadanía. El país se convierte en un laboratorio en el cual nos movemos y brincamos como cuyos o ratoncitos cuando recibimos un choque eléctrico.
Lo que necesitamos es paz y tranquilidad. Requerimos honestidad para no intentar tapar el sol con un dedo. Precisamos una Nación fuerte en sus instituciones, fortaleza que solo se puede dar cuando es dirigida por seres humanos que sienten a su país en las venas, en los nervios, en los sentidos; no en los bolsillos. No necesitamos mesías intolerantes ni agitadores sociales. Necesitamos cordura, paz, entendimiento.