En el no tan lejano 2018, Nicolás Maduro ya era un presidente venezolano en plenitud. Había destrozado paso a paso el sistema democrático de su país, con las rudimentarias herramientas de un chofer materialista. Y no por el materialismo histórico, sino por su talento de acarreador de materiales de construcción.
Maduro fue invitado a la toma de posesión del presidente de México, Don Andrés Manuel L. O., y su presencia en la ciudad de México generó muchas protestas de otras corrientes políticas. Obviamente. No iban a protestar por su viaje a esta capital quienes piensan (¿?) como él. Imposible.
En esas condiciones Maduro se abstuvo (o lo abstuvieron) de llegar al salón de plenos del Congreso de la Unión, establecido en la Cámara de Diputados de cuyos muros colgaban mantas de rechazo y repudio.
Sus anfitriones, especialmente SU anfitrión, prefirió acomodarlo en el Palacio Nacional desde donde pudo ver por televisión, con toda la comodidad, la ceremonia. Después ahí se reunirían ambos para una comida conversada de arepas y tortillitas, con el futuro de América Latina como postre.
Para entonces, hace seis años, Maduro ya había simulado varios procesos democráticos. El primero de ellos (2013) lo hizo como heredero designado por el comandante Hugo Chávez quien tuvo a bien ocupar su sitio en la columna del oriente; es decir, palmo, fintó, se murió o estiró la pata, con quiera usted decir de tan ilustre émulo del libertador Bolívar.
El caso fue notable: la revolución hereditaria y bolivariana. Cosa de país bananero-petrolero, pues.
Más tarde Maduro, quien en sus tiempos de juventud llegó a su doctorado político como guarura del candidato José Vicente Rangel, luchó en las urnas contra Henrique Carriles a quien venció (abril de 2013 ) por un margen muy pequeño, auxiliado por el Tribunal Supremo con una declaratoria de inconstitucionalidad a la petición de un recuento de los votos.
En septiembre de ese año, al grito de “Los yanquis se van a casa. Ya hay bastantes abusos”, Maduro expulsó a tres diplomáticos. Seis meses más tarde, revocó las credenciales de los periodistas de CNN a quienes conminó a cambiar de orientación informativa. En ese lapso el país se llenó de protestas estudiantiles y conoció el extremo de una «emergencia económica constitucional» (¿?).
Pero la situación incontrolada con protestas y reclamos generalizados se aplacó con más poder para Maduro: el 30 de julio de 2017 sustituyó la Asamblea Nacional por la Asamblea Nacional Constituyente, controlada desde el Ejecutivo. En medio de enfrentamientos entre la policía y los manifestantes (CNN), murieron al menos seis personas. Aunque Maduro reclamó la victoria, los líderes de la oposición denunciaron el fraude. Otro.
Continuar con los excesos y las arbitrariedades resultó normal.
La pasada elección del domingo, quizá haya llevado la resistencia social al límite en un país cuyo gobierno sólo concita inestabilidad, exilio, o pérdida de libertades y complicidad de otras dictaduras como Cuba o Nicaragua.
Hoy la futura presidenta de México ante el inestable panorama en Venezuela, hace una declaración ambigua, quizá producto de un mal fraseo: transparentar la elección.
—¿Quien puede hacerlo?, ¿la oposición o el turbio gobierno cuya burocracia confiscó los órganos electorales a través de un hombre de extrañísima presencia cuyo sólo nombre mueve a la caricatura: Elvis Amoroso, mientras los opositores muestran documentos y más documentos en demostración de su triunfo?
Y si esa solicitada transparencia se compara con los hechos de México 2006 y se habla de fraude, caemos en un terreno resbaladizo, porque los fraudes electorales sólo se cometen desde el poder, nunca desde la oposición, con los cual la Doctora estaría haciendo una velada acusación al amigo de la Cuarta Transformación.
Maduro ahora expulsó de Venezuela a siete embajadores. Todo un récord en medio del jolgorio democrático a su manera.
Sin embargo, en octubre —si aún se sostiene en el poder—, será invitado a la toma de posesión de CSP. Como Evo, como Ortega, como Díaz Canel.
Rafael Cardona