–Los periodistas –me dijo Manuel Buendía una tarde en el tendido de la Plaza México–, somos una especie inextinguible”.
Por aquellos días José López Portillo había lanzado una diatriba espeluznante contra quienes lo criticaban. En contra de su apariencia fortachona y viril, López Portillo era sensible a los señalamientos de la prensa.
Le disgustaba toda crítica y no dejaba de señalar su conflicto esencial: no pago para que me peguen. Dejó de pagar (a través de publicidad legítima), y le siguieron pegando. Su imagen desde entonces quedó erosionada, y no por la prensa; por sus errores, frivolidades y al gobierno.
Defender el peso como un perro no fue una ocurrencia de los periodistas. Los ladridos sociales tampoco, ni el derrumbe petrolero.
Ese presidente hoy –y no ha pasado tanto tiempo–, es apenas una nota mediocre y triste en el libro de nuestra historia. Su régimen, a pesar de los buenos augurios de su comienzo; de su abundancia petrolera, de su simpatía personal, de su buena relación con algunos sectores internacionales, fue un desastre de endeudamiento, mala administración y al final, fracaso absoluto.
Pero a ese López no le ofendían las críticas como hombre de Estado. Si no lo era difícilmente podía tener esa sensibilidad. Los hombres de Estado no se ocupan de minucias como los murmullos del periódico. Siempre están –o debería estar–, por encima de eso.
No, a él le ofendía la falta de reverencia a su alta investidura. Pero por alta como esta fuera, nunca tuvo las dimensiones colosales de su ego satisfecho y ennoblecido –según él—por la banda presidencial.
Afectado por la “hybris” –y otras humillantes enfermedades–, murió sólo e históricamente desahuciado. Apenas alguno de sus hijos lo acompañó. La patria, a la hora de su muerte, no se deshizo en honores. No se le alzaron monumentos y apenas tuvo espacio en el velatorio de la Secretaría de la Defensa Nacional.
Fue un funeral sin gloria. Una memoria sin brillo. Fugaz como un fruto bajo el árbol.
Y los periodistas, algunos de los cuales aún viven (vivimos), siguen donde estaban.
Los diarios aun aletean sus páginas de tinta en las esquinas y el televisor se enciende y lo miramos y la radio suena a cada mañana y la verdad se abre paso y la mentira también, porque en este mundo hay de todo y el tiempo criba las cosas hasta hallar los fulgores de un diamante en el lodazal de cada día.
La vida es así. El periodismo también.
Pero ni toda la malquerencia acumulada desde entonces había estallado, en la infame suma de los ciento y tantos compañeros, de distintas estaturas. asesinados desde entonces. Pongamos a Buendía a la cabeza de la lista. Hoy la animadversión sigue y la cuenta mortuoria, también. Ante eso este gobierno, atiza la hoguera.
Sin embargo, la profesión persiste. Muy distinta de cómo era hace 50 años o algo así; pero aquí está. Acosada por las redes sociales, confundida con el mérito improbable de las plataformas, sustituida por las granjas robóticas de mensajería artificial, pero subsiste.
Y así será.
Sin embargo hoy, por primera vez en la difícil relación entre el poder y la prensa (y uso esta palabra como sinécdoque), la malquerencia y el abusivo hostigamiento desde el poder tienen un espacio permanente en la estructura de la Comunicación Social del gobierno, cuya verticalidad es tan obsesiva como su errónea intención (ni es comunicación, ni es social pero en fin): el periodismo es válido cuando se exhibe solidario con el pueblo y como el pueblo soy yo, por consecuencia me debe a mi pleitesía, obediencia, comprensión y obediencia.
Y eso –además de ególatra–, es falso como los sofismas en el encadenamiento de las premisas de un silogismo absurdo y convenenciero.
Desafortunadamente para los fines presidenciales la persona encargada de exhibir las mentiras, imprecisiones, dislates, errores o mala voluntad de los medios en contra de la augusta figura presidencial es muy limitada. No sólo para seleccionar los yerros, cazar los gazapos y exhibir las fallas, sino hasta para leer sin el nervioso tartamudeo de su inocultable incompetencia.
Quizá por eso el presidente, tan celoso del almidón de su investidura y la pureza de su armiño republicano, comete errores tan serios contra su propia estatura de Estadista (si lo fuera), como ponerse a discutir al tú por tú con un payaso, como ocurrió hace pocos días con la exhibición en su propia pantalla del monólogo vitriólico de Brozo y la dictadura.
–¿Elevó al señor presidente a Víctor a una altura donde sólo respiran los jefes de Estado? No: hizo descender al jefe de Estado a la pista circense de un bufón, Bueno o malo, eso es otro asunto.
La manera de perder el tiempo y deslavar la capa cesárea, es notable. Los pleitos personales contra Joaquín López-Dóriga (219 menciones adversas en las “mañaneras) o Ciro Gómez Leyva (el atentado contra su vida, sólo fue para perjudicar la imagen ejecutiva), solamente reflejan una ira porque los insumisos exhiben su imposibilidad de controlarlo todo, todo el tiempo, de todas las maneras posibles.
La disonancia, la crítica, el señalamiento, la observación, la voz fuera del coro son imperdonables no por falsas o mendaces, sino porque van en contra de la única verdad posible: la mía.
Es una furia contenida ante el hereje; no ante el crítico. No es dable dudar de mi palabra porque yo nunca me equivoco. Y eso también es falso.
Hace muchos años, el general Cárdenas escuchaba en Los Pinos a un colaborador suyo quien se quejaba de las críticas. En el fondo quería saber si la prensa recogía esos hallazgos y los publicada por órdenes de la casa presidencial como se acostumbraba en ese y otros tiempos.
–¿Le molestan, licenciado, los dichos de los periódicos?
–La verdad me preocupan; no tanto me molestan, señor presidente.
–Pues no los lea, licenciado, no los lea.
Otros tiempos se acercan y no serán mejores en este sentido. La duplicación, el anunciado papel calca de la 4-T no hallará mejor desahogo de su compromiso hereditario, sino darle una vuelta más a la tuerca contra los medios (hasta los ahora alineados), como hubiera dicho Henry James.
Y los periodistas, como especie inextinguible, estaremos aquí, aunque se nos reduzca al grafiti en las paredes o la distribución de octavillas y hojas sueltas en el Metro.
Rafael Cardona