Nadie venció a Porfirio Muñoz Ledo. Ni siquiera Porfirio Muñoz Ledo.
Hace apenas unas semanas todavía, con la derrota final ensañada en el cuerpo (eso es la vejez), el gran tribuno y polemista tenía fuerza y valor para enfrentarse a la Cuarta Transformación y denunciar sus errores, sus mentiras, sus horrores. Y los del jefe de todos ellos. Sin miedo, en un prolongado canto de cisne.
Pero nunca se dejó vencer. Ni por las amenazas ni por los engaños, como la falsa embajada cubana. Porfirio se murió en la raya.
Le dedico este recuerdo publicado en vida. Lo hizo reír.
“La escena es la puerta central de Palacio Nacional. La hora, cerca del mediodía.
“Los personajes: Porfirio Muñoz Ledo, gran presencia en la política nacional y el Director de Información de la Presidencia de la República, segundo en la Coordinación General de Comunicación Social. El Presidente, Miguel de la Madrid. O sea, yo.
–“Oiga, que bueno que lo veo”, dice Muñoz Ledo. Le correspondo el saludo.
–“Estamos formando un grupo de análisis y discusión política en el partido. Se trata de un esfuerzo de renovación hasta doctrinaria. Convendría alguien de dentro para participar. Lo invito a reunirse con el grupo”.
Obviamente de esas reuniones sobrevendría la “Corriente Democrática”. Y con ella la declinación del PRI y el nacimiento del PRD. Años más tarde Morena.
–Como usted sabe, Porfirio –le dije–, no puedo participar en reuniones de índole estrictamente política sin el conocimiento superior. El Presidente tendría que saberlo. Pero, gracias, yo le informo”.
–“Claro, lo entiendo y así debe ser. Gracias”.
“Al llegar a la oficina hablé con mis superiores. Les conté el encuentro y la charla.
–No te metas en esas cosas. Porfirio está loco.
–Perdón, pero yo creo –argumenté–, que conviene estar dentro para conocer todos sus movimientos y sus proyectos. Si esto creciera, podría dividir al partido.”
–Tú no te preocupes de eso. Déjalo. No te metas”.
“El asunto, para mí, quedó olvidado y ni siquiera hablé con Muñoz Ledo para explicarle. No tenía sentido. Él entendería las razones de mi silencio.
“Poco tiempo después me ordenaron hablarle a un discreto colaborador. Un escritor con el seudónimo de Pedro Baroja, quien escribía un artículo semanal en “Excélsior”.
–Llámale a tu amigo Baroja y dile que suene a Porfirio. Se está pasando”.
“Baroja cumplió su cometido y le metió un rapapolvo al insumiso.
“Días después, en medio del tradicional tumulto, en la Sala de Armas de la Magdalena Mixhuca, se celebraba el “Desayuno de la Unidad Revolucionaria”.
–Buenos días, Don Fidel.
–Buenos días, compañero.
“Todo el PRI en pleno, todos los expertos en abrazos falsos, todos los saludadores de profesión. Las tarjetas intercambiadas a cada paso. Te llamo, hermano, nos vemos pronto, tenemos una comida pendiente. Yo te aviso.
“Cuando la vida no tenía “selfies” ni mensajes de “wsp”. Por ahí caminaban “peseteros” y saca planas. no había “blogs”. Dos rubias de notorio silicón apenas disimulaban el deterioro de la noche anterior.
“De pronto me topo con Muñoz Ledo. Venía hecho una furia.
–Óigame, eso no se vale. Yo lo invito a un esfuerzo político serio y usted me suelta un “barojazo” infame”.
–Porfirio, no mire usted a Los Pinos. Mejor vea para Insurgentes”, le respondí.
“A pocos metros, con la parsimonia impuesta por su tonelaje, Juan Saldaña, secretario de Prensa y Propaganda del CEN del PRI, caminaba marchoso rumbo a la sala. Con veloz carrera, Muñoz Ledo lo atajó y le sorrajó un rotundo, “eres un cabrón, Juan”.
“Saldaña se sonrojó. Porfirio le gritoneaba cosas incomprensibles.
¿Baroja?
Como pudo se desembarazó del furibundo quien volteó rápidamente la cabeza buscándome. No me iba a encontrar. Yo ya estaba en mi automóvil.
Con el paso del tiempo Porfirio y yo hicimos si no una amistad, sí una buena relación. Alguna comida juntos, buen trato.
“Entrevistas para la radio, para la TV”. Adiós.
Rafael Cardona