Dolor físico y emocional, miedo, incertidumbre, un conjunto de malestares y emociones que difícilmente pueden describir todo lo que se vive en días y noches de los que se pierde la noción y el sentido, por la fiebre y las dolencias del covid-19.

El diagnóstico por el coronavirus lo recibí después de que, por orden de mi doctora de cabecera, quien me estuvo revisando por síntomas de gripa y tos, me recomendó que lo indicado era hacerme la prueba para tener la certeza y por seguridad mía y de las personas que están cerca de mí.

La prueba me la realizaron en un laboratorio privado en mi domicilio, pero mi doctora de antemano comenzó a tratarme con antibióticos y una serie de medicamentos, porque me anticipó que, independientemente de que diera positivo al covid-19, debía tener la claridad de que no existe un tratamiento ni una cura directa, salvo ayudar al cuerpo, respaldarlo y esperar a que reaccionara de manera adecuada.

 

UN GRAN IMPACTO

Después de leer y editar varias notas sobre el coronavirus y estar atenta a cómo avanza la situación de la pandemia, ser parte de la estadística no es algo sencillo; por ello, cuando recibí el resultado de la prueba como positivo definitivamente fue un impacto tanto para mí como para mis seres queridos, mis amigos, sobre todo porque el diagnóstico ya estaba acompañado de dolores insoportables.

Hay una enorme diferencia entre escuchar las campañas oficiales que indican que si tienes una serie de síntomas de coronavirus te quedes en casa y confirmar que lo tienes, definitivamente no hay nada como tener la certeza de una prueba y la indicación adecuada de un médico, porque no es sencillo superar la enfermedad por cuenta propia.

El covid-19 trae dolores físicos que no se limitan a los que se difunden en los anuncios.

En mi caso, la fortaleza de mis pulmones me permitió mantener mi respiración sin problemas, pese a todo; sin embargo, se enfatizaron otros problemas como migrañas de 24 horas; dolores en las coyunturas, como las rodillas, que parecía que se iban a reventar; vómito constante, al grado de que no podía ingerir ni alimento, ni agua y, peor todavía, ni medicinas.

En pocos días fui incapaz de levantarme de la cama, ni siquiera despertar. A distancia sólo lograba escuchar el llanto de mi madre, que a sus 79 años fue quien se quedó a mi lado, arriesgándose, para cuidarme. Ella, junto con mis otras madres, mis dos tías, fueron quienes se encargaron de mis cuidados.

Si bien luché y di instrucciones para que no me hospitalizaran, aunque tuvieron que canalizarme en casa  —me colocaron suero para hidratarme y ponerme los medicamentos a través de la vena—, todo el tiempo he estado bajo supervisión médica, porque es fundamental la verificación de la oxigenación, la presión, la temperatura y algo que para mí era fundamental, encontrar la combinación de medicamentos que quitaran mis dolencias y que me permitieran, por lo menos, empezar a recuperarme.

Padecer covid-19, aunque sea en casa, también es sufrir una enfermedad en solitario, porque implica separarse de tus seres queridos.

Estuve con mi madre, pero el dolor de separarme de otras personas, como mi pareja o mis amigos, no fue sencillo. En los momentos más críticos de la enfermedad y cuando pude tomar conciencia también me angustiaba dejar sola a mi madre, por lo que incluso se la encargué a mi mejor amigo, mi hermano, porque definitivamente pensé en la posibilidad de que ya no estaría.

Han sido días y semanas críticas, pero he tenido la fortuna de empezar a superar la enfermedad, después de un proceso que no ha sido sencillo, pero en el que también he recibido el apoyo y consuelo de mucha gente, desde mis amigos y compañeros de trabajo, mis jefes, hasta mis amigos de hace muchos años, quienes estuvieron pendientes de mí, enviándome bendiciones y fortaleza.

Dejar atrás el covid-19 no es fácil; de hecho, es agotador, las que antes eran actividades comunes hoy cuestan el doble o triple de trabajo, pero ya estoy en el camino de recuperación.