El presidente de Bolivia, Evo Morales, renunció después de casi 14 años en el poder. Afirmó ser víctima de un “golpe cívico, político y policial”. Dimitió porque no le quedaba de otra.
Poco después de que la Organización de los Estados Americanos (OEA) emitiera su veredicto sobre el proceso electoral, detectó graves irregularidades que apuntaban al fraude. El aparato del partido oficialista –el Movimiento Al Socialismo (MAS)– rompió las reglas del juego más básicas.
Las elecciones del pasado 20 de octubre, en las que Morales se autoproclamó vencedor, detonaron la convulsión social en el país andino. Ante la degradación de la situación, Morales decidió anular las elecciones y convocar a nuevas, a las que no puso fecha; buscaba bajarle volumen a la escalada de tensión y violencia. Sus adversarios no le creyeron, al contrario, aceleraron el conflicto. A la crisis de legitimidad presidencial se sumó un desplome de la credibilidad, pero también algo crucial: la intervención del Ejército. El comandante en jefe de las fuerzas armadas Williams Kaliman –con varias unidades de la Policía en abierta rebelión–, fue el último en sumarse.
Y en ese momento cambió la ecuación.
Aún falta evidencia, aunque sobre suspicacia para entender porqué se cayó el presidente de Bolivia. Porque no se cayó solo.
EL MONJE INMEDIATO: El 28 de octubre, no hace ni un mes, el presidente de México informó en redes sociales: “Felicité por teléfono al presidente electo Alberto Fernández, de Argentina y a Evo Morales, presidente de Bolivia, quienes triunfaron en elecciones libres y democráticas en sus países”. El primero ya vino a presentar sus respetos. ¿El segundo vendrá lamerse las heridas? El Gobierno de México ha ofrecido asilo al expresidente Evo, que no resultó tan longevo.