Carlos Ferreyra
No sucedía con frecuencia, pero tampoco era extraño: los encargados de logística de la Presidencia convocaban a los reporteros acreditados en la fuente para que se reunieran a petición del mandatario o como consecuencia de alguna actividad no programada pero importante.
Caso personal, ya narrado anteriormente: los días de descanso, en los que no trabajaba Presidencia, agarraba mi moto y emprendía la carrera más veloz que podía rumbo al Ajusco, Zempoala, Taxco o rodeando desde el Ajusco hasta Oaxtepec para regresar a la capital por Xochimilco.
Ese día, sábado, dos veloces motociclistas del Estado Mayor me alcanzaron apenas a la subida al Ajusco. Me indicaron que debía presentarme en Los Pinos, a lo que respondí que en el periódico tenía un suplente y no debía “hacer guardia que no me toca” como sabiamente dice el refrán castrense.
Casi me secuestraron. En mi fuero interno pensé que seguro se trataba de una noticia de primerísima importancia, así que decidí presentarme, pantalón de cuero grueso con conchas en las rodillas, chamarra igual, con hombros, riñones y codos acolchados y mis largos pelos alborotados. Con una facha de mugroso, pues.
Llegamos al jardín donde está o estaba la alberca y esperamos a que llegara el mandatario, en este caso José López Portillo, que arribó en un helicóptero del que descendió con sus pocos pelos mal peinados, peores que los míos, con una sudadera comprada en mercado de barrio y pantaloncillos de algodón. Con una facha de mugroso, pues.
Nadó un poco mientras colocaban vallas de salto. Salió con atuendo para monta inglesa, se subió a un enorme animal al que llevó al trote suave por toda la explanada. Al pasar junto a Agustín Granados, Magdalena García de León y yo, refrenaba al caballo y le indicaba: ¡quieto, mula Arrupe!
La bestia era tocaya del general de los jesuitas, el llamado por muchos el Papa Negro. En comentario jocoso y al paso del jinete, Granados recordaba cuando estuvimos en el palacio presidencial de Puerto Príncipe y el Baby Doc, sabedor de mi afición a las motocicletas, sacaba cualquiera de su colección y nos mostraba sus habilidades.
López Portillo se sonreía cuando escuchaba a Agustín mientras yo con cara de circunstancias respondía que jamás había ido a Haití, que no conocía al Baby. El malvado de Granados disfrutaba comparando la presunción del mandatario mexicano con la imaginaria del dictador caribeño. Y el presidente se daba cuenta.
Final de fiesta: Cristina Gallardo aparecía con monstruoso pastel adornado con los logos de los medios registrados en la Presidencia. Y le ponía el cuchillo al presidente para que cortara la rebanada inicial. Dolía ver tal arte desperdiciado en la gula de los hambreados concurrentes.
Otro día, nueva convocatoria urgente y al autobús que nos llevaría a destino ignoto. Cruzamos a toda velocidad la ciudad. Por pleno periférico y escoltados, llegamos en un suspiro a la calle de Mayoral, donde ahora está el IMER.
Nos acompañaba Roberto Cantoral, que algo tenía que ver con el festejo. Y nos enteramos: se inauguraba la sala de grabaciones más moderna del continente, sí, del continente porque no la había igual ni en Estados Unidos. Posiblemente en alguna nación europea, pero no lo sabíamos, así se registró para la información.
En la tarde de ese día nos enteramos, la sala, donde quedó la Fonoteca oficial de música nacional, se estrenó con una canción obra de la compositora Paulina López Portillo y Romano.
Se trataba de una jovencita muy bella, rubia como sol, inteligente, culta, poeta que luego de incursionar por todas esas vertientes, en la actualidad estudia religiones orientales. Sigue bella, inteligente y culta; dicho sea de paso, ese devaneo juvenil le provoca pena, y se niega a hablar de ese episodio de su vida.
La canción que más o menos tuvo éxito, se llamaba “Decepción” y de las tres obras escritas, la más reciente titulada “El Horror” revelando los entretelones de los López Portillo, con énfasis en Sasha Montenegro a la que deja en cueros literariamente hablando.
El disco se difundió en todas las estaciones de radio habidas y por haber. Era una agresión constante a los aficionados al radio, que en esa época éramos muchos; en lugar de escuchar a La Pantera, la del Barrilito, la que Llegó para quedarse, la Ligada a su Recuerdo, y las dos que difundían la música ranchera que nos gustaba y me sigue gustando, pero la tradicional.
No recuerdo si en las dos culturales dedicadas a música clásica, también se incluía, no obligatoriamente sino por el gusto de propalar tal novedad del mundo mundial (así dicen mis amigas). La que quedó a salvo fue la que daba la hora. Esa no tenía música, sólo tiempo y hora.
Y bien, amigo lector, hasta aquí me perdí. No sé a qué viene este recuerdo, pero siento que por allí hay una situación parecida. Es nada más una impresión porque a nadie se le ocurriría, mucho menos en la etapa de transformación del país, ocupar su tiempo y los recursos estatales en esas nimiedades.
O caprichos de niña malcriada. Al cabo y como ventaja, ya nadie escucha la radio. Y si lo hacen será para enterarse de cómo va el mundo, nuestro mundo de ilusión y fantasía…