Cuando deportaron a Alejandro Cedillo de Estados Unidos, sus hijos nacidos en Florida eran niños pequeños. Pasarían seis años para que pudiera volver a verlos.
Cedillo regresó solo a San Simón el Alto, un pueblo en la cima de una montaña del Estado de México, a unas horas de la capital y del cual había partido nueve años antes a sus 17. Ahí vive el resto de su familia.
Los ondulantes campos verdes en la planicie central de México podrían parecer una oportunidad prometedora para ganarse la vida. Sin embargo, la pobreza en sitios como San Simón, donde las casas de concreto están sin terminar y se acaba la carretera pavimentada, deja claro por qué la gente se va a Estados Unidos.
Al final muchos regresan, como Cedillo, ahora de 32 años. A algunos los deportan; otros vuelven para cuidar a algún padre o familiar enfermo, o simplemente deciden que es tiempo de salir de Estados Unidos.
Sin embargo, el regreso al hogar nunca es el final de la historia. La secuela difícilmente es simple y, para quienes dejan atrás a sus hijos, es una agonía.
Con las políticas de mano dura en materia migratoria del gobierno de Donald Trump, las aprehensiones de los inmigrantes no autorizados aumentaron casi 40 por ciento en los primeros tres meses del año, en comparación con el mismo periodo de 2016. México se está preparando para recibir a una oleada de repatriados.
Los defensores en México de los inmigrantes señalan que los recién llegados necesitan empleo, asesoría y ayuda con la enorme burocracia para poder reiniciar sus vidas en un país del que la mayoría de ellos se fueron hace más de una década.
El presidente Enrique Peña Nieto ha destinado 50 millones de dólares adicionales a los consulados mexicanos para ayudar a los inmigrantes en Estados Unidos y el congreso mexicano ha cambiado la ley para facilitar que los hijos de quienes son repatriados puedan inscribirse a estudiar. Algunos gobiernos estatales están ofreciendo subvenciones para los inmigrantes deportados que quieran establecer pequeños negocios.
Sin embargo, esos programas para facilitar el reajuste no existían cuando deportaron a Cedillo en 2010.
Durante el mandato de Barack Obama, más de dos millones de mexicanos fueron deportados y una cantidad indeterminada cruzó de vuelta por cuenta propia. Han intentado rehacer su vida desde entonces, rencontrándose con familias cambiadas por el paso del tiempo y sirviendo como guías culturales para sus hijos nacidos en Estados Unidos, si estos también se encuentran en México.
Tras haber regresado, Cedillo aprovechó el dinero que había ganado en Estados Unidos. Consiguió un trabajo de construcción en la ciudad cercana de Toluca, construyó una casa y rentó una parcela con su padre y hermanos para cultivar maíz y aguacate.
En Estados Unidos, no obstante, la familia que había dejado atrás empezó a cambiar. Su esposa encontró una pareja nueva y las autoridades de Florida, al juzgar a la pareja como inadecuada para ser padres, puso bajo cuidado temporal del gobierno a los hijos, Ángel y Alejandra.
Cuando Cedillo recibió una carta certificada en la que le solicitaban que renunciara a sus derechos como padre, decidió contratacar.
“Yo quiero que estén conmigo, darles valores”, dijo Cedillo. “Hay niños que reciben todo, pero están perdidos y recurren a las drogas”.
Sin poder entrar en Estados Unidos, necesitaba una forma de persuadir a un juez de lo familiar en Fort Pierce, Florida, para que le permitiera criar a sus hijos. Intentó recalcar que tenían un hogar en México, pero encontró poca empatía en el tribunal.
“Fue un caso difícil. Todos estaban en mi contra”, dijo Cedillo. “Decían que los niños no podían venir aquí porque no hablan español, que llegarían a una cultura que era muy diferente”.
Desesperado, encontró ayuda en el Instituto Corner, que trabaja con los migrantes deportados al pueblo de Malinalco, a poca distancia en coche desde la montaña donde está San Simón.
Felipe Castañeda conduce camino a su trabajo en un huerto de aguacates; fue deportado en 2008, pero quiere regresar a Estados Unidos como trabajador estacional. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
Los migrantes tocan a la puerta del instituto cuando tienen problemas que reflejan las complejidades de las familias divididas entre ambos países.
Hay, por ejemplo, una joven con dos niños pequeños que enviudó cuando su esposo murió tratando de cruzar la frontera. Una familia está buscando ayuda tras haber perdido el contacto con una hija que se fue a Estados Unidos con un hombre en quien no confiaban. Una mujer necesitaba asistencia para encontrar a su esposo y se enteró de que lo habían deportado; sin embargo, estaba demasiado avergonzado para regresar con ella a casa.
“Los inmigrantes son susceptibles en estas zonas donde no hay comunicación”, dijo Ellen Calmus, la directora del instituto. “Se enfrentan a agujeros negros y vacíos informativos cuando cruzan la frontera”.
Estas luchas afectan a los migrantes tanto cuando los detienen como cuando han regresado a México y necesitan lidiar con organismos públicos de Estados Unidos, como Cedillo se vio obligado a hacer para recuperar a sus hijos.
“Ahí es cuando las cosas empiezan a ponerse terriblemente mal y es una crisis humanitaria invisible”, notó Calmus.
Ella consiguió un abogado en Florida para Cedillo, quien ganó la custodia. En octubre, los niños llegaron a vivir con un padre del que apenas se acordaban y a un país que no conocían.
Ahora Cedillo es una presencia constante en la vida de sus hijos: los lleva y los recoge de la escuela. A Alejandra, de 9 años y retraída, la protegen Yaczuri y Cintia, sus dos primas. Ángel, de 10 años y quien habla mejor español, se ha adaptado con mayor facilidad.
La lucha que enfrentó Cedillo a su retorno es una que conocen las familias de toda la región. Casi todos en San Simón, Malinalco y el cercano poblado de Chalma parecen conocer a alguien que ha emigrado a Estados Unidos. Baldemar Chaqueco Reynoso, el presidente municipal de Malinalco, es el único de seis hermanos que no se fue.
Varios miembros de su familia tienen residencia legal estadounidense, pero hace tres años deportaron a su hermano menor, Cuauhtémoc, de 38, y quien había vivido 16 años en Estados Unidos.
Él y su esposa, Isabel Mancilla, de 37 años, enfrentaron una decisión difícil en cuanto a si ella y los cuatro hijos de la pareja deberían regresar con él. La hija mayor, Lorna, había terminado el primer año en un liceo suburbano en Cleveland y les preocupaba su educación en México.
Los gemelos Helder y Sheldon Chaqueco, de 10 años, nacieron en Estados Unidos y ahora viven en Chalma, donde se reubicó la familia después de que el padre fue deportado. Credit Adriana Zehbrauskas para The New York Times
Regresó toda la familia y el primer año fue difícil para Lorna. Luchó con la depresión y tuvo dificultades para adaptarse a su colegio mexicano.
“Un día me vi en el espejo y pensé: ‘¿Quién soy?’”, contó la joven.
Y, aunque es una región con muchos migrantes, hay pocas muestras del dinero que obtuvieron del otro lado de la frontera.
La mayoría de esos fondos se envían como remesas a los familiares, dijo el alcalde Chaqueco. “Pero muy pocos tienen la disciplina de ahorrar para poner su negocio”.
Varios compran taxis y los rentan, o han establecido autolavados similares a los que les dieron empleo en Estados Unidos.
Orlando y Jaime Arizmendi son dueños de uno; sus siete hermanos todavía viven de manera legal en Estados Unidos. “No quieren regresar”, dijo Baldre Arizmendi, el padre de todos.
En cambio, Felipe Castañeda, quien fue deportado en 2008, está ansioso por volver a Estados Unidos. Se fue de San Simón cuando era joven para trabajar en los huertos de naranja de Florida y se quedó durante 15 años.
No tiene antecedentes penales y quiere solicitar una visa de trabajo estacional, aunque deberá esperar hasta el próximo año, cuando cumpla una década de haber sido expulsado. Dice que la espera lo vale: gana 6,50 dólares al día en un huerto de aguacate, pero esa cifra no se compara con lo que estaría ganando en los campos estadounidenses.
Fuente: NYTimes