Holanda es la quinta economía del euro y la sexta de la UE. Un gigante exportador, con un superávit comercial superlativo y con empresas como portaaviones: Royal Dutch Shell, ABN Amro, Unilever, Heineken, Philips o KLM. Por su peso en Bruselas —cuenta con cargos clave como el primer vicepresidente de la Comisión Europea, Frans Timmermans, y el jefe del Eurogrupo, Jeroen Dijsselbloem, ambos socialdemócratas a la holandesa—, el país jugará un papel clave en algunos de los asuntos fundamentales para Europa en los próximos tiempos: al cabo, comparte buena parte de sus puntos de vista con Alemania, líder incontestable de la Unión.
En lo político, las elecciones son un termómetro para el populismo euroescéptico, esa marea que ha sobrevolado el Brexit o, envuelta en ropajes ideológicos algo distintos, los comicios en Estados Unidos, y que saca la cabeza también en países como Francia. Las consecuencias del resultado no serán menores en otros ámbitos: en lo económico, por su papel central junto a Alemania en el lado de los acreedores, e incluso en lo social, por las futuras relaciones de la UE con Turquía y, por ende, sobre la crisis migratoria.
Auge (o caída) del populismo. Los ojos de los europeos están puestos en las elecciones de este miércoles por varias razones: Holanda es una de las grandes economías de la UE, uno de los principales motores de la exportación —con un superávit comercial que roza el 10% del PIB— y tiene un peso específico notable en asutos europeos. Pero lo que de veras preocupa en Bruselas es hasta dónde puede llegar la rubia cabellera del ultraderechista y xenófobo Geert Wilders. Si gana, los Le Pen de Europa seguirán con la profecía del “populismo autocumplido”, según la feliz definición del economista Olivier Blanchard: un fuerte peso en la narrativa política del Atlántico Norte. Pese a que en pocos casos ese tipo de partidos ha llegado a formar Gobierno, sus propuestas contaminan todo el espectro político, como se ha visto recientemente con el Brexit. Si Wilders es segundo —o incluso tercero o cuarto, según dicen las últimamente poco creíbles encuestas, que dan una victoria ajustada a los liberales de Mark Rutte—, los partidos mainstream tendrán la tentación de proclamar el fin del populismo, que a pesar de los pesares ha echado profundas raíces en Europa.
Wilders se ha convertido en una suerte de termómetro del euroescepticismo: sea cual sea el resultado, supondrá munición para otros populistas, pero también para los no populistas, que lo usarán para subrayar el declive de esa fórmula o para alertar del riesgo que supone si llega al poder en otros países. Holanda es la semifinal para el relato del populismo en el continente. Francia, con Marine Le Pen, será la gran final: los eurócratas son conscientes que la llegada de Le Pen al Elíseo sería una especie de Stalingrado para la UE. Pero el populismo no se acaba en Holanda o Francia. Quedan por delante varias codas jugosas: Alemania en otoño, con AfD, e Italia, con el inclasificable Movimiento 5 Estrellas, también en el horizonte. Terreno fértil para todo tipo de truculentas interpretaciones sociológico-literarias y pseudocientíficas.
Turquía y la crisis migratoria. Las elecciones llegan después de un feo rifirrafe entre Holanda y Turquía: el Gobierno holandés impidió la entrada de dos ministros turcos para hacer campaña en el referéndum de abril y el presidente Recen Tayyip Erdogán calificó de “nazis” esas decisiones. Ankara ha montado una escandalera diplomática. En los últimos días, la campaña ha estado marcada por el debate sobre la futura relación de Holanda con Turquía y de los holandeses con la minoría musulmana del país (casi 400.000 personas, nada menos). Es probable que ese mismo debate reaparezca en Francia, en especial si los turcos votan en referéndum un cambio constitucional que modificaría de arriba abajo la democracia parlamentaria turca, convertida en un régimen presidencialista con tics autocráticos. Ese asunto será crucial también en Alemania, donde viven tres millones de personas de origen turco. La relación de Europa con Turquía, además, es fundamental para una de las crisis mayores del continente: la migratoria. Si Ankara hace realidad su amenaza de reescribir el acuerdo migratorio con la UE puede reeditarse la crisis de refugiados de 2015: hay dos millones de sirios en Turquía, que se ha convertido en un tapón para la entrada de migrantes desde el Mediterráneo Oriental. Con las elecciones francesas a dos meses vista y las alemanas en otoño, ese es un factor fundamental para la estabilidad política en Europa.
España. Sí, España. También España se la juega —muy indirectamente, eso sí— en las elecciones holandesas. Los socialdemócratas de Jeroen Dijsselbloem viajan muy atrás en las encuestas, e incluso podrían quedarse fuera de la coalición de Gobierno. Eso favorecería las opciones del ministro español Luis de Guindos para sustituir a Dijsselbloem en la presidencia del Eurogrupo, después del sonoro fracaso de la última vez. Pese a que España boxea muy por debajo de su peso en Europa y pese a que el Gobierno da por hecho que en los próximos tiempos ganará presencia, esa partida tiene un final muy incierto. Por un lado, puede haber Gobierno en funciones durante meses, que dejaría en el puesto a Dijsselbloem sine die. Por otro, a pesar de su posible retroceso, los socialdemócratas holandeses pueden acabar entrando en la coalición. Y aunque no fuera así hay países en Europa dispuestos a cambiar las reglas del juego que afectan a la presidencia del Eurogrupo, que actualmente exigen que el presidente sea ministro de Economía o Finanzas. Guindos está a la espera, y ni siquiera ha planteado aún —oficialmente— la posibilidad de optar a ese cargo. España tiene otro problema añadido: las tres grandes instituciones europeas (Comisión, Consejo y Parlamento) están presididas ahora por un político del Partido Popular Europeo, cuando las elecciones europeas de 2014 acabaron con escasa diferencia entre el centroderecha y los socialdemócratas.
Rusia. La sombra del presidente ruso Vladímir Putin también se ha hecho sentir por la amenaza de ataques cibernéticos en Holanda, que han obligado a extremar la precaución en el escrutinio de votos. Bruselas ha acusado a Rusia de orquestar campañas con falsedades y rumores para distorsionar la imagen de la Unión entre la opinión pública europea. El nuevo Gobierno que salga de los comicios, además, será fundamental para ver qué sucede con las sanciones europeas a Moscú, a la espera de ver qué deciden los Estados Unidos de Donald Trump. Se sabe que el Kremlin ha financiado al Frente Nacional de Le Pen. Y se intuye que el sesgo prorruso aparece también en otros partidos políticos de varios países, en el Este y el Oeste de Europa, de Norte a Sur del continente.
Geometrías variables. El Gobierno holandés firmó un documento hace unas semanas (junto con los de Bélgica y Luxemburgo) en el que apoya la Europa de varias velocidades dirigida desde Bruselas. Sin embargo, no fue invitado a la cumbre de Versalles, donde Francia y Alemania apoyaron una UE basada en las geometrías variables, incluso fuera de la arquitectura actual que da a Bruselas un papel esencial. No se sabe exactamente qué quiere España al respecto —con el Gobierno de Mariano Rajoy siempre al lado de Alemania en los últimos tiempos—, pero sí parece claro que Holanda no está por la labor: ve con recelos el liderazgo de la canciller Angela Merkel en ese dibujo que es aún apenas un esbozo. Ámsterdam, sin embargo, ya ha anunciado su intención de convocar una minicumbre con el grupo de Visegrado y otra con los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), quizá como respuesta al eje Berlín-París que se vislumbró en Versalles. Aunque hay quien dice en Bruselas que Holanda actuaría de avanzadilla para atraer al bloque del Este de nuevo al redil europeo.
Fuente: El País
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