El mundo está cambiando, no es ninguna novedad. Desde la noche de los tiempos la existencia humana ha rotado sin cesar, trayendo con sus giros nuevas costumbres, nuevos modos, nuevas perspectivas. Que luego el cambio sea para bien, solo lo determinan los siglos, aquellos que sirven de testigos y jueces del devenir humano.
En los últimos años, la sociedad ha venido entregando sorpresas impensables, con extrañezas que jamás hubiéramos creído posibles. En noviembre de 2015, el legendario Diccionario Oxford eligió un emoticono como palabra del año; un «emoji» constituía, a su juicio, la expresión más relevante de la comunicación humana. Ni siquiera se trataba de una imagen con cierta enjundia, sino aquella que muestra un rostro llorando de risa, un gesto que, según la organización, reflejaba «el ethos, el ánimo y las preocupaciones» del pasado año. De entre todas las palabras existentes, lo que mejor nos define es un idiograma. Da que pensar.
Hace apenas una semana, la Academia Sueca reveló que el Premio Nobel de Literatura recaía sobre Robert Allen Zimmerman, por todos conocido como Bob Dylan. Por primera vez en la historia, los literatos encuentran entre sus filas a un cantante, un compositor que, si bien escribe de manera impecable, no es strictu senso escritor. Así llegó el escándalo. A los miles de tweets (otro palabro de nuevo cuño) se unieron millones de críticos que se cuestionaban el galardón concedido, poniendo en solfa el hecho de que componer himnos ya legendarios, lleve parejo un premio de excelencia semejante. Un libro es un libro y, consecuentemente, una canción es una canción. Sin embargo, Dylan no ha atendido a la Academia Sueca, parece indolente ante su galardón como lo fue en 2007 con nuestro Princesa de Asturias. Todavía no se ha pronunciado al respecto y esto, lejos de despejar la tempestad, la acrecienta y vivifica.
Como enamorada irredenta de las palabras, no puedo sino reflexionar respecto a este hecho. Personalidades de las letras como el Oxford Dictionary o la Academia Sueca han cambiado el paradigma humanístico y esto implica una honda meditación. Porque mientras un emoticono disfruta de su trono, y Bob Dylan se plantea la conveniencia o no de su Nobel, millones de palabras claman por ser escuchadas y difundidas. Palabras que conforman ensayos, libros, volúmenes extensos o escuetos. Palabras que deben ser leídas y pronunciadas en voz alta. Palabras como las del gran Haruki Murakami, mercedor incontestable del galardón, novelista sobresaliente y digno sucesor de Nabokov, Kafka, Tolstoi, Marguerite Duras o Edith Wharton, quienes tampoco se llevaron, incomprensiblemente, un Premio Nobel de Literatura.
Debiéramos fraguar una nueva estrategia y jugar con el factor sorpresa. Con los Grammy, por ejemplo. Si un cantante obtiene el Nobel de Literatura, nadie se sorprenderá porque un literato se lleve una estatuilla musical.
Siento una debilidad especial por Murakami, he de reconocerlo. Soy y seré lectora vitalicia de él y de otros autores en lista como Javier Marías, quienes me han conquistado de manera insoslayable y tremendamente personal. Por Murakami siento simpatía y empatía y, como abomino los desafueros, su ausencia de reconocimiento me resulta una injusticia brutal. Afortunadamente el cine sí ha sabido valorar en Murakami lo que la literatura no ha elogiado, siendo su obra una de las más adaptadas a la gran pantalla, con títulos como Norwegian Wood (2010, Anh Hung Tan), All God’s children can dance (2008, Robert Logevall), Tony Takitani (2004, Jun Ichikawa), e incluso los cortometrajes Attack on a Bakery y A Girl, she is 100% (1982-1983, Naoto Yamakawa).
Hay mucho de trágico en Murakami, en sus relatos, en su fatalismo idealizado, en su olvido por la Academia Sueca. Su situación me recuerda sobremanera a Una mente maravillosa (2001, Ron Howard), la historia de otro Premio Nobel, John Nash. En la cinta, el profesor Nash explica a sus compañeros de correrías la única manera de conquistar con nocturnidad y alevosía. Ante un grupúsculo femenino, Nash advierte que todos están mirando a la misma mujer, la que todos consideran merecedora de su atención. La estrategia urdida entonces por el economista es sencilla: acercarse a las mujeres que, a priori, no están dentro de sus planes, para poder asegurarse una conquista. Este ejemplo objetivizante, además de interesado y machista, me recuerda mucho al agravio hacia Murakami. Todos damos por sentado que es él quien tiene más sencillo obtener el Premio Nobel. Todos saben de sus características, sus bondades, su profundidad. Pero por ello, precisamente, nadie se lo otorga. Está tan asumido que lo obtendrá que, en el camino, se han olvidado de concedérselo.
Tal vez debiéramos fraguar una nueva estrategia, siguiendo las directrices de Nash, y jugar con el factor sorpresa. Con los Grammy, por ejemplo. Si un cantante obtiene el Nobel de Literatura, nadie se sorprenderá porque un literato se lleve una estatuilla musical. De momento, yo dejo caer el hashtag #AGrammyForMurakami. Una nueva expresión para nuevos tiempos. Ya lo dijo el Oxford Dictionary, este es el ethos de nuestra contemporaneidad.
Fuente: The Huffington Post
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