Austera y discreta resultó la otrora fastuosa ceremonia del Grito, al menos para los de arriba que suelen ver desde el hombro a los de abajo.
Cuando en Los Pinos a veces parece que al pueblo no lo ven ni lo oyen, esta vez el poder tomó la decisión adecuada.
Sin fastos palaciegos, solo un puñado de 300 invitados y algunos más, el Presidente de la República lanzó las arengas patrióticas, hizo tañer el esquilón “San Joseph” y dejó que a la noche mexicana se le fuera la mano con el pueblo, legítimo propietario del festejo, para cumplir con el rito con todos sus matices, reflejo de estos tiempos aciagos de hartazgo y desazón.
Abajo, los de abajo, con silbidos y mentadas para los de arriba.
El Grito ha sido y será siempre motivo de catarsis, gozo y reclamo, dualidad melodramática de nuestra idiosincrasia; acto plebiscitario (simbólicamente hablando), termómetro para medir la calentura social.
La marcha #Renuncia que pretende devenir en “Asamblea Destituyente” (bonito nombre), tuvo una participación jocosa y a la vez grotesca; obedeció a un propósito político arrastrado desde hace tiempo: achicar el poder presidencial malinterpretando deliberadamente el artículo 39° de la Constitución según el cual todo poder emana del pueblo, único soberano con derecho inalienable de cambiar, en cualquier momento, su forma de gobierno. El exabrupto ese terminó por estrellarse contra el muro de seguridad que rodeaba al Zócalo capitalino; el puñado de inconformes frustró su deseo de transformar el reclamo en algo diferente a la mera catarsis de la propia movilización.
Más allá de la anécdota y su trasfondo en esta singular ocasión, el Grito, con mayúscula, mito fundacional del país, sigue cumpliendo con la múltiple misión de convocar a la mexicanidad, al nacionalismo patriotero y a la memoria histórica de la rebelión azuzada por el cura Hidalgo.
Con todo y su carga fantasiosa (por algo es un mito), el día de la independencia provoca y remueve lo más profundo el alma nacional. Si la Independencia es una ilusión, si sigue existiendo el mal gobierno mentado por la narrativa oficial como parte de aquella arenga del Padre de la Patria, si los héroes venerados en el altar nacional son menos importantes que su leyenda, es lo de menos. Lo trascendente es el símbolo, el poder concentrado en la evocación de un momento de la historia que marcó el inicio pero no un fin, que otorga la gloria al arranque de una gesta y no al resultado triunfante de la misma, once años después.
El Grito es veneración alejada del análisis y la reflexión masiva, marca indeleble de nuestra forma de ser.
¿Por eso estamos como estamos?
EL MONJE PANADERO: ¿Las penas con PAN son menos setenta y siete años después? Entre bizcochos “suavecitos” y bolillos “duros”, entre bárbaros furiosos y mansos nada mensos, entre sótanos, sacristías y cumbres de poder, entre congruencia y estridencia, entre “moches” y “mochos”, entre doctrinarios fundamentalistas y luchadores incansables, a veces heroicos en la larga lucha por el bien común, el partido blanquiazul cumple años… y viene con todo, otra vez en pos del poder.