Francisco Fonseca
Terminó la euforia de los Juegos Olímpicos de Río 2016. Se alertaron las pasiones, se contempló la esperanza y se objetivó el anhelo de ganar. Es curioso el fenómeno que se presenta en ciertos acontecimientos en los cuales los medios electrónicos de comunicación, sobre todo, adquieren dimensiones astronómicas. A más de 150 países se distribuyeron las imágenes dramáticas de los más de 10 mil contendientes, además de los árbitros, y de los apoyadores.
Por nuestra parte, los espectadores cumplimos con un rito azas fanático, épico y simbiótico. Es fanático porque produce automáticamente seguidores de los contendiente, lo cual crea psicológicamente una rivalidad; es épico porque transmite históricamente el lejano y pasado clamor de contiendas deportivas y guerreras que cautivaron también en su momento a multitudes; y es simbiótico porque el espectador se identifica de inmediato con su grupo étnico, con su raza, con su color, con su credo. Es la vieja, viejísima teoría del antagonismo tribal, de la hegemonía territorial y de la solidaridad de grupo. En este rito, que actúa con un protocolo casi religioso, el ser humano penetra en ese inmenso círculo mágico de luz, de color, de sonido y de ilusiones que se llama televisión, y del que no puede evadirse. No podrá evadirse ya. El espectador es subyugado y cae de rodillas en esta ceremonia de credo electrónico.
Es un hecho que la mayoría de los acontecimientos importantes de la humanidad, llámense sociales, deportivos, políticos, son oídos y vistos a través de la radio y la televisión, no hay venta más grande al mundo que una pantalla de televisión. A pesar de todos los pesares terminó la justa deportiva de Brasil. México cumplió con un tolerable papel, que es lo nuestro. De ahí no pasaremos. Es vergonzoso decir que, después de haber tenido el privilegio de ser el primer país latinoamericano anfitrión de los XIX Juegos Olímpicos en 1968, no hemos producido legiones de atletas que inunden las pistas olímpicas siempre. Aquel gran esfuerzo del presidente Adolfo López Mateos solo sirvió para enriquecer a las Federaciones deportivas de México. ¡Qué vergüenza!
Lo que viene ahora son los Juegos Centroamericanos y del Caribe, después los Juegos Panamericanos, y en 2020 los Juegos Olímpicos de Tokio, que seguramente serán mucho más que espectaculares.
Acabamos de celebrar, porque sí es una celebración, los 47 años de la llegada del hombre a la Luna. Es asombroso pensar que aquel lejano y misterioso hombre de las cavernas salió un día de su refugio para otear las estrellas y pretender alcanzarlas.
Pero este hombre eterno y persistente ha tenido que sortear miles de obstáculos a lo largo de su peregrinar: guerras cruentas, epidemias devastadoras, feroces ataques de la naturaleza, conductas incomprensibles que han llevado a miles de millones de habitantes a una pobreza extrema. Drama y más drama en este pequeño punto azul del inmenso espacio sideral. Y todos esos dramas se produjeron sin contar con el testigo, no tan imparcial, que es la televisión. Este testigo lo ha sido apenas hace unos 50 años, pero miles de años atrás fueron sin esa consigna. La primera guerra transmitida por televisión fue la de Vietnam, y después la de Irak. Fue la dramática telenovela diaria del descarnado mundo actual. Y qué decir de huracanes, tsunamis, explosiones volcánicas, secuestros masivos, tragedias aéreas, tragedias en fin: hoy la pantalla mágica nos hace estremecer con sus imágenes.
El hombre es eterno. Su misión no terminará en la Luna. Algún día traspasará las estrellas y posteriormente el tiempo.