@mfarahg
Desde hace al menos dos décadas sentimos la urgente necesidad de contener la violencia en el país y avanzar hacia su pacificación, desafío que asociamos, con razón, a la presencia y actividades del crimen organizado.
Esta mirada, sin embargo, concentra su atención en los crímenes y disputas de la delincuencia, y deja fuera la violencia social, que ha venido invadiendo cada vez más espacios de nuestra vida en común, que se hace presente de manera creciente en escuelas, centros de trabajo, calles, vecindario, y que es ejercida por personas que no forman parte de grupos criminales.
Contener esta violencia y recuperar nuestra armonía axiológica y social es responsabilidad de toda la sociedad y de las autoridades. Además, por la hondura del problema, hay que comenzar de inmediato y asumir esta tarea como una batalla de mediano y largo plazo.
Dos sucesos recientes ilustran, entre muchos otros, lo que está ocurriendo frente a nosotros, entre nosotros, con nosotros:
Norma Lizbeth era estudiante de secundaria y tenía 14 años; Norma Lucía es ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia. Ambas fueron bárbaramente agredidas en este mes: la primera, una niña que intentaba abrirse paso hacia una vida adulta entre el hostigamiento del bullying, fue atacada de manera física y con consecuencias mortales; la segunda, una mujer con altas responsabilidades públicas, fue agredida de forma simbólica e inaceptable.
Norma Lizbeth, ahora sabemos víctima de Bullying, fue desafiada a una pelea afuera de su escuela y además atraída a una trampa. Su agresora llevaba una piedra (hay versiones de que portaba una herradura) con la que la golpeó repetida y cobardemente. En el larguísimo video de menos de un minuto que muchos vimos, impresiona la forma fría y ventajosa con que se ejecuta la agresión. Pero también sobrecogen los gritos de compañeras y compañeros que azuzan a la atacante. Ríen. Incitan. Celebran.
Nadie, ni compañeros ni autoridad alguna, separa a las niñas, nadie lo intenta siquiera. Es un espectáculo y lo graban. El pecho frío, sin emoción, favorece el pulso de quien sostiene el celular. Inquieta e indigna esta complicidad. Atestiguan un ataque alevoso y se ceban en la violencia que semanas después llevará a la muerte a Norma Lizbeth.
Se experimenta cierto pasmo al ver tales expresiones de crueldad y de complicidad. ¿Dónde estamos? ¿En qué momento pasamos de riñas infantiles, siempre indeseables, a estas batallas desiguales y homicidas? ¿Hemos entronizado a la violencia? ¿Le rendimos culto? ¿Nos divierte? ¿Tantos años de muerte violenta y continuas desapariciones nos han vuelto indolentes y hasta entusiastas de la saña?
Norma Lucía, la ministra presidenta, fue víctima de otra forma de ataque. Algunos pensarán que inocua, por simbólica. Pero la violencia simbólica también es violencia y suele escalar hasta la física, además de implicar significados que algunos pueden confundir como permiso para actos impensables.
Una figura que la representaba fue quemada en el Zócalo por una docena de aturdidos y violentos que creyeron que era una forma de expresar su enojo hacia ella y de congraciarse con el Jefe del Ejecutivo. Se equivocaron, desde luego, como lo dejó en claro el propio Presidente de la República al condenar el acto.
Requerimos un diagnóstico sin autocomplacencias. ¿Estamos en medio de un proceso generalizado de descomposición social? ¿De qué forma y por qué en lugar de combatir eficazmente el bullying, lo hemos permitido hasta legitimarlo y convertirlo en un espectáculo criminal? ¿El tejido social está tan roto que por sus grietas caemos todos sin solidaridad, sin empatía, sin sentido de la justicia?
Es indispensable comprometernos con la erradicación del odio y la construcción de mejores estándares en educación, cohesión social y prevalencia de los valores universales.
Tenemos que oponernos a toda costa a la normalización de la violencia y a la apología del delito y, desde luego, mantener viva nuestra capacidad de indignación y de acción frente a todo tipo de agresiones.
(*) Especialista en derechos humanos.