Parece fácil. No lo es. A estas alturas, todos hemos constatado que la primera parte es sencilla, aunque tiene su técnica, pero que frenar el acto reflejo de llevarnos las manos a la cara puede llegar a ser un trabajo hercúleo.
Quizá porque es un movimiento demasiado arraigado; comienza antes de nacer. Seguramente porque lo hacemos automáticamente, sin darnos cuenta, y vencer los automatismos requiere un gran esfuerzo.
También hemos caído en la cuenta del asombroso número de veces que el gesto se repite al cabo del día. Se cuenta por cientos, 23 por hora, 2.6 por minuto, según un estudio de la Universidad de Nuevas Gales del Sur.
Los investigadores registraron la conducta de 26 estudiantes de Medicina para convencerles, precisamente, de la importancia de lavarse bien las manos cada vez que vieran a un paciente. Cuatro de cada diez veces los dedos fueron a la boca, la nariz o los ojos.
En cuestión de transmisión de enfermedades, este hábito es un claro talón de Aquiles, y hay varias teorías que tratan de explicar una costumbre tan potencialmente peligrosa.
Aparte de motivos obvios, como limpiar las lagañas o aliviar el picor provocado por una barba espesa, algunos experimentos apuntan a que existe una relación con las emociones y la atención. Sus autores defienden que, a veces, lo que sentimos como un picor, un cosquilleo, una urgencia inevitable de tocarnos el rostro, es el fruto de la incomodidad en una relación interpersonal o un signo de susceptibilidad a las distracciones.
Algunos científicos han relacionado esta conducta repetitiva con el esfuerzo por mantener la atención, y tiene sentido: no es fácil imaginar una sola pose meditativa que no implique ponerse la mano en algún lugar de la cara.
Según la psicóloga Cristina Wood, la explicación podría estar en que, curiosamente, podemos dotar de contenido a gestos aprendidos: si nos enseñan que uno se pone la mano en el mentón para pensar, puede que ejecutar ese gesto acabe predisponiendo a la reflexión.
Por último, se ha propuesto que el estrés provoca un aumento de la frecuencia con la que nos tocamos la cara, lo que Wood, que tiene actividad investigadora en el campo del estrés y la ansiedad, confirma.
No hay peor contexto que el actual para que esta observación sea cierta, pero tampoco uno mejor para tenerla en cuenta porque, afortunadamente, hay pautas psicológicas para controlar el movimiento automático. Y son muy útiles para los momentos en los que uno se siente más expuesto al contagio.
La psicóloga Cristina Wood da algunas sugerencias para evitar tocarse la cara:
Wood subraya que cuidar cómo nos hablamos es clave para evitar sabotear nuestros propios intereses. En este caso, buscar frases positivas como «voy a mantener las manos a los lados del cuerpo» es más efectivo para evitar que acaben en el rostro que otras negativas como «no te toques la cara».
«Hay que tratar de visualizar en la mente los movimientos que vamos a hacer para evitar tocar superficies contaminadas, y luego llevarlos a cabo», propone Wood. Esta medida tranquiliza y evita pensar en todo aquello que sí hemos tocado, estresarnos y acabar perdiendo el control de las manos.
Si cada vez que uno consigue salir a la calle y no tocarse la cara se dice que lo está haciendo muy bien, gana confianza y seguridad en sí mismo. Y es una técnica que se puede usar en grupo. «Está bien decírselo a otras personas» como manera de fomentar el apoyo mutuo, apunta Wood.
La risa provoca relajación y bienestar, por eso el sentido del humor es un curioso salvavidas en momentos extremos o marcados por la ansiedad.
Al salir de casa, debemos recordarnos que estamos a punto de entrar en un entorno de riesgo y que debemos poner toda la atención en no tocarnos la cara. La barrera más obvia es la de los bolsillos, pero también pueden ser unos guantes u otros «lugares seguros».