Carlos Ferreyra
Comencé a viajar con cierta regularidad a Honduras. A mi agencia, “Prensa Latina”, con sede en La Habana, le interesaba estudiar la posible instalación de una base de información para Centroamérica; el país más viable parecía éste, situado en el triángulo con El Salvador y Guatemala, y muy cerca de Belice, sus aviones de despegue vertical y las bases británicas.
Pero además vecino de la Tercera Zona Militar guatemalteca, donde estaban ubicados los rebeldes y sitio en el que se registraba la más brutal represión contra los campesinos. Igual, en las goteras del campo de entrenamiento de los Kaibiles, según estimaban, una de las fuerzas castrenses más brutales del mundo.
Los comparaban con los burkas y los entrenaban igual: destrozar con los dientes un ave de corral para comerse la carne cruda, y deambular por la selva atenido cada soldado a sus propios recursos, quizá una navaja y nada más.
Un día trajeron a México a los kaibiles. Empezaron las modalidades de desaparición de cuerpos mediante el pozoleo, se aplicaron métodos brutales tanto de captación de sicarios como de ajusticiamiento con machetes y hachas. Vivos, muchos eran desmembrados y la grabación de su asesinato era subido a las redes.
Dolía hasta las entrañas cuando se presenciaba un asesinato a hachazos. La víctima con un quejido cada vez más inaudible pero según sus verdugos con menos dolor. De un golpe cercenaban un brazo, luego el otro, las piernas y finalmente al obtenerse lo que se quería, quizá una confesión o algo parecido, con dos hachazos la decapitación. El muerto se daba cuenta de todo su sacrificio.
Técnicas contraguerrilla de los kaibiles bajo enseñanzas de veteranos de guerras en Asia y el mundo árabe. Unos, contratistas, otros, directamente oficiales del Ejército de Estados Unidos. El coronel Guillermo Echevarría, a cargo de la zona, pletórico de vanidad al tener enfrente a dos corresponsales de prensa internacional, José Antonio Rodríguez Couceiro de la agencia española EFE, y a mí que nunca me identifiqué (no podía, porque Prela estaba vetada) se desató en una serie de informaciones sobre cómo en menos de media hora podía estar con sus soldados en cualquier parte de la zona.
Detalló paso por paso y describió cómo se reprimía a los campesinos, a los que se despojaba de sus magras propiedades, un par de pollos, quizá los más ricos una vaquilla, pero no se hacían distinciones porque en opinión del entorchado, que lucía sus medallas sobre la chaqueta del uniforme de campaña, los hombres del campo protegían a los rebeldes que, a su vez, mataban a los soldados. Una lógica primitiva y criminal.
Nos encontrábamos en Zacapa, donde está el santuario al Cristo Negro. El militar mandó traer cervezas que ingirió con tal placer, que evidenciaba el escaso contacto que tenía con gente que él llamaba “de razón” o sea los menos prietos o los blancos como era el caso del José Antonio, un hombre con una prestancia que bien podría caracterizar a un caballero castellano clásico.
Así pasamos la noche. En la mañana fuimos al único teléfono del lugar, una conexión por radio que obligaba a pronunciar frases cortas y de inmediato callarse mediante el estribillo de “cambio”; esperar a que el interlocutor respondiera y de nuevo hablar apretando un botón en la empuñadura del teléfono.
El día anterior el coronel nos trepó en un yip destartalado, eso sí con chofer. No hizo un recorrido que debimos interrumpir cuando desde una loma sobre un poblado en la hondonada, se desató un bombardeo. El militar, alarmado, nos dijo “ora sí se soltaron los chingadazos” (o su equivalente en chapín). Detuvo el vehículo y se bajó a increpar a los hondureños que huían de la primera batalla en la guerra famosa, pidiéndoles que no tiraran las armas en el camino.
Estábamos dentro de territorio hondureño. Una endeble choza albergaba a los funcionarios migratorios y aduaneros. No había revisión de documentos y los recién llegados entraban en grupos muy adiestrados, por lo visto, uno tras otro pero casi todos descalzos y algunos en calzoncillos.
Nos dio curiosidad y la explicación fue simple. Eran soldados que desertaban y para que teóricamente no los identificaran se quitaban las botas y el pantalón.
Transmitimos esa primicia del inicio de la guerra entre Honduras y El Salvador. Luego vino la noche festejatoria del coronel y su insistencia, si queríamos pasar a Tegucigalpa sin ningún riesgo, debíamos hacerlo por determinada ruta. Marcó el camino detalladamente.
La falta de dinero nos hizo solicitar auxilio económico a las oficinas en México de EFE y Prela. Cuando hablábamos con la esposa de José Antonio, Vicky, un reportero de la agencia, José Luis Lucero llegó y con cara de circunstancias preguntó con quién hablaban, mi esposa Magdalena estaba presente.
Con ojos llorosos, sonrió y les extendió un cable de la propia agencia, fechado en Zacapa, dando cuenta del asesinato del corresponsal español y el fotógrafo que le acompañaba. Los muertos, que sí los hubo aunque nunca nos entretuvimos en saber quiénes eran, fueron asesinados “por una banda de forajidos, asaltantes de caminos”… precisamente en la ruta que nos habían indicado.
Regresamos a Guatemala, ciudad, y para fortuna nuestra, en ese momento se reanudaron los vuelos que estaban interrumpidos por las hostilidades. Nos fuimos a Tegucigalpa.
La historia sigue…