Carlos Ferreyra
Huyes de la capital ante la amenaza cumplida de quitarles el agua a sus habitantes. Sin entender, claro, cómo es posible que en el universo alguien pueda afectar a alrededor de 20 millones de personas, entre habitantes y visitantes, sin que pase nada. Sin que se deslinden responsabilidades.
Con pasmosa tranquilidad piden no bañarse, o hacerlo con un mínimo del líquido, no lavar ropa, usar trastes desechables sí, de esos que contaminan y le rompen toda su estructura a la ecología y para sintetizar, que adoptemos usos y costumbres de los beduinos, nómadas habitantes del desierto.
Sales con optimismo rumbo al oriente. Vives en Cuajimalpa así que debes atravesar la ciudad completita. Enfilas al viaducto y aquí empieza el calvario: tres horas para llegar a la Ciudad Deportiva.
Apenas pasando Tlalpan, aparecen centenares de sujetos disfrazados de minirobocops incluida la tenebrosa pistola que les cuelga al costado, el chaleco, rodilleras, botas, coderas, hombreras. Prietitos y chaparritos, se ven chistosos pero no dejan de inquietar respaldados con enormes camiones blindados tripulados por otros sujetos iguales, pero con armas largas. Por cierto, parece que esos monstruos mecánicos los están estrenando.
La tropa llega hasta dónde, nos enteramos, se realiza una competencia de automóviles. Dos carriles son cancelados, nadie puede circular por allí. Total, el desgarriate se extiende hasta el entronque con Zaragoza. ¡Ah, bueno! Así se explica la seguridad que se despliega a pesar de que, o por esa razón, el festejo en colonias proletarias. Y los proletas siempre son peligrosos.
Seguimos hasta llegar a la carretera, sin mayor problema. Pero en las casetas de cobro, otro tarado cerró la mitad y el número de cobrones, insuficiente para el flujo de vehículos. Paso a ritmo de tortugas y explicable mala cara de los trabajadores que a pesar de todo cumplen su tarea.
Ya llevamos cuatro horas y quedamos atrás de una patrulla del Edomex que escolta un trailer doble con letreros advirtiendo que transporta alguna porquería peligrosa. Una triste lamparita que parece botella de cerveza, para que se tomen en serio los avisos. Desde luego minúsculos banderines naranja colocados en las cuatro esquinas del vehículo.
Más adelante se repite el escenario. Las patrulleras llevan sus luces de emergencia encendidas y uno de los tripulantes embraza con flojera visible un AR15. Bosteza y vigila que quienes los rebasen no atenten contra la preciada carga. Anuncian: nitrógeno, peligro, NO ES GAS EXPLOSIVO (así, con maypusculas).
Un corchetito: las estás patrullas pertenecen a una dependencia de la Secretaría de Seguridad Ciudadana y son alquiladas en el DF donde se encuentran sus principales clientes entre la comunidad israelita. Pueden verse vigilando sus colegios, armados, enchalecados, y tomando decisiones que corresponden a las autoridades locales, por ejemplo, desvío de tránsito si al colegio le sale de la boina enviar sus camiones con alumnos en sentido contrario.
Antes de llegar a Río Frió, tres decenas de kilómetros de pavimento levantado. Son sustituidos por otra carpeta posiblemente de concreto. Hay en el lugar modernísima maquinaria que levanta el pavimento, aplana la superficie, cuadra el sitio donde se dará la sustitución y finalmente entran en función dos maquinas que ocupan exactamente el ancho de la vía.
Esta parece una obra abusiva que se hace donde no era necesaria y sólo para ejercer presupuesto antes de que los encargados del negocio, Ruiz Esparza en primer lugar, puedan obtener sus últimos beneficios.
Por aquí ya pasaste cinco horas y vamos por la sexta cumplida en un atasco en el segundo piso de la entrada a Puebla.
No recuerdo cuál es la distancia, poco más de 130 kilómetros que hemos recorrido en casi siete horas. Deberíamos mencionar el amontonamiento en las casetas de San Martín, pero allí no pasan de quince, veinte minutos. Una delicia.
Después de estas casetas hay un enorme edificio de la Policía Federal. Enfrente, cubriendo media autopista, unos tubos curvos que llaman arcos detectores y que sirven, como se denunció oportunamente, para una pura y celestial tiznada. Pero se ven bien chulos.
Igual, letreros advierten que al circular por allí se deben encender las luces interiores y apagar las exteriores, además de reducir la velocidad. Nadie los pela, todo mundo va como diablo mariguano. Dice la teoría que los tales arcos detectarán explosivos, armas, drogas y personas irregulares o traficadas. Milagroso el aparatito que costó cientos de millones de euros y no se sabe que por su culpa le hayan echado mano a algún delincuente. Por cierto, a los defraudadores fabricantes los entambaron en Alemania y fueron procesados también en Inglaterra.
Vecino, un edificio, un auténtico rascacielos campestre que parece pertenecer a la fábrica de trastes Santa Julia. Impresiona, más de medio centenar de niveles cubiertos con vidrios plateados antirreflejantes.
En ese sitio, que inclusive preguntando nadie informa con que intención se levantó, cabría perfectamente el pueblo vecino con sus visitantes transitorios. Y cabe decirlo, está a muchísimos kilómetros de distancia de cualquier ciudad y de las zonas fabriles, considerando a las automotrices.
Me preparo para emprender el Via Crucis de regreso, cuando autoricen a los capitalinos a bañarse y no les restrinjan el consumo de agua con su bebida favorita.