A las tres de la tarde del 3 de junio, la vida dio un giro radical para las miles de personas que vivían en las faldas del Volcán de Fuego guatemalteco.
El coloso, de casi 3 mil 800 metros de altura, entró en erupción con una brutal explosión que lanzó tres ríos de fuego por la ladera y que convirtió el suelo y el cielo en trampas mortales, y centenares de niños, familias, casas y coches quedaron sepultados bajo toneladas de ceniza. Cuatro aldeas fueron, en cuestión de segundos, engullidas por la lava. Hasta la fecha, se han contabilizado 190 muertos.
A 130 días de la catástrofe, casi 3 mil 200 afectados siguen viviendo de la caridad en improvisados albergues en Escuintla, la ciudad más próxima a la montaña, en el más absoluto olvido por parte de las autoridades guatemaltecas.
Domingo Rodríguez, de 65 años y residente -hasta la catástrofe- en la población de San Miguel Los Lotes, lamenta el abandono en el que sobreviven. Su angustia está a flor de piel y se entremezcla con un sentimiento de indignación.
«No hay ninguna comunicación ni interés de las autoridades hacia nosotros. Si nos dieran un terreno, nosotros, que somos albañiles, construiríamos nuestras viviendas, sin que el Gobierno gaste sumas enormes de dinero para dotarnos de casas que no llenan los requerimientos mínimos», afirma en el comedor del albergue improvisado, donde charla con otros vecinos que también lo han perdido todo.
«Solo en estos momentos encontramos consuelo. Después, la soledad nos carcome».
En los refugios, cientos de campesinos llevan cuatro meses recluidos en viviendas provisionales, oficialmente de transición. Los 24 metros de vivienda de habitáculo les convierten, sin embargo, en afortunados: el resto permanece hacinado en espacios comunes, como el gimnasio municipal, donde 57 familias de cuatro comunidades comparten el suelo durmiendo en camas pegadas entre sí.
«Es desesperante. No podemos descansar porque no tenemos intimidad para hacerlo. A esto hay que sumar la desesperación de no tener un lugar a dónde ser trasladados, ni saber cuánto tiempo más permaneceremos en este lugar», dice Hernán, uno de los dirigentes del grupo de refugiados, creado para hacer de enlace entre las víctimas y las autoridades.
Mientras tanto, los familiares suben cada día al lugar fatal para continuar la búsqueda de los cuerpos de los suyos. Removiendo toneladas de ceniza con palos, azadones o simplemente con las manos ante el más absoluto olvido oficial: el Gobierno parece más preocupado por reabrir la carretera que por sanar o, al menos mitigar, el dolor de los campesinos.
Al olvido se suma el agravio electoral, igual de doloroso para muchos afectados. En los primeros días tras la erupción, un puñado de políticos locales que buscarán la reelección en las elecciones del año que viene acaparó parte de la ayuda humanitaria desplegada inicialmente para repartirla en las plazas de las aldeas sin más criterio que la búsqueda de votos.
Los campesinos de la zona han encontrado un apoyo esencial en el obispo de Escuintla, Víctor Hugo Palma, que ha exigido al Gobierno de Morales una auditoría sobre la ayuda recibida.
«Es necesario que se haga una rendición de cuentas de lo recibido y de cómo se ha invertido hasta la fecha», subraya el religioso.
Fuente: Reforma