Uno, el papa es argentino. Dos, el presidente es de derechas y líder de un partido conservador. Tres, la Argentina comenzó a debatir si legaliza el aborto. ¿Qué pasó? Una lección de pragmatismo o de oportunismo político.
Todo comenzó cuando el presidente Mauricio Macri alteró el tablero político al inaugurar las sesiones del Congreso. Ese día, 1 de marzo, dijo que pese a que él estaba en contra del aborto, favorecía un debate “maduro y responsable”.
En la Argentina el aborto está permitido en casos en los que corra peligro la vida de la mujer o su salud física, pero el debate sobre su despenalización se ha pospuesto por décadas. Se trata de una conversación apremiante, pero la declaración de Macri sacudió al país. Entre otros motivos, porque Macri es el líder de Propuesta Republicana (PRO), un partido de centroderecha y conservador. En 2015, Macri llegó al poder gracias a la coalición Cambiemos, una alianza de su partido con Unión Cívica Radical —representante histórico de la clase media argentina— y con Coalición Cívica ARI, cuya líder, Lilita Carrió, se mostró durante años en público con un gran crucifijo sobre su pecho.
Para Macri, sin embargo, abrir el debate no fue una cuestión ideológica. Es pragmatismo. Con minoría en ambas cámaras del Congreso, el presidente calculó que tenía dos opciones. O buscaba impedir el debate y boicotear el proyecto que comenzaron a discutir los diputados, con el consiguiente riesgo de que el texto que se apruebe llegue demasiado lejos; o, por el contrario, enviaba a sus legisladores a debatir, buscar algún consenso y limar las aristas más controvertidas.
Ese fue, grosso modo, el argumento que el presidente les planteó a los obispos en uno de sus últimos encuentros a solas, cuando los representantes la Iglesia católica —y del papa en la Argentina— le pidieron explicaciones por habilitar el debate sobre el aborto en el Congreso.
Lo que Macri no les dijo a los obispos son otras motivaciones que sí baraja en su círculo más cercano. Entre ellas, que el debate legislativo —y social— sobre el aborto le permite opacar en la agenda pública otros asuntos más incómodos para su gobierno, como la marcha de la economía —los resultados alcanzados en crecimiento y desempleo aún no llegan a los bolsillos de los argentinos, a los que golpea la inflación— o los problemas que afrontan algunos de sus colaboradores, como el ministro de Finanzas, Luis Caputo, por su participación en el entramado de un paraíso fiscal, o el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, por las revelaciones sobre nepotismo y la designación de una empleada doméstica en un sindicato intervenido.
Sensible como pocos, sin embargo, este debate le aporta una oportunidad singular a la desgastada clase política argentina para promover el diálogo, limar aristas extremas.
Es una estrategia peligrosa. Una vez más, nos lanzamos a un debate que puede alimentar la ya célebre “grieta” que divide políticamente a la sociedad argentina. Podemos salir beneficiados, como ocurrió tras la aprobación del matrimonio igualitario. O dividirnos aún más. Dependerá, entre otros factores, de cómo actúe el Congreso, cómo participe la sociedad y cómo informen los medios de comunicación.
Por supuesto, algunos referentes del peronismo se han olido la jugada. Entre ellos, Miguel Ángel Pichetto, jefe del bloque peronista en el Senado, quien acusó al gobierno de Macri de apelar al debate sobre el aborto para tapar lo que está “pasando con la economía o situaciones que se vivieron con algunos funcionarios”.
El debate en marcha le aporta al presidente otro beneficio: le permite discutirle a su predecesora, Cristina Fernández de Kirchner, en un territorio, el progresista, que hasta ahora la senadora consideraba exclusivo. Y no son pocos los que plantean que una presidenta populista de izquierda se negó siquiera a debatir el aborto que ahora un presidente de derecha podría aprobar.
Para los seguidores del papa, sin embargo, el responsable último de la movida es Jaime Durán Barba, el estratega electoral de Macri, quien no trabaja en la Casa Rosada y es oriundo de Ecuador.
Ante la prensa, Durán Barba ya había adelantado sus ideas, en noviembre de 2015, cuando Macri era presidente electo, pero aún no había asumido el cargo. “Si una señora quiere abortar, que aborte”, planteó entonces, para luego minimizar la influencia del papa Francisco en la Argentina: “Lo que diga un papa no cambia el voto ni de diez personas, aunque sea argentino o sueco”.
Desde entonces, los obispos argentinos lo tienen entre ceja y ceja. Pero a Durán Barba le da igual porque se apoya en los datos cuantitativos que alimentan su abordaje pragmático. Distintas encuestas muestran que los argentinos mantienen opiniones divididas sobre el aborto, pero que existe una tenue mayoría a favor de su despenalización y garantizar la libertad de opciones a las mujeres.
A todo esto, Macri también calla otro factor que lo ilusiona o, al menos, lo sosiega. Confía en que el Senado termine por bloquear o incluso rechace la legalización del aborto. No por razones partidarias —el peronismo controla la mayoría en esa cámara y se muestra dividido al respecto—, sino porque conoce la postura personal de cada senador. Cuestión de hacer cálculos.
Sensible como pocos, sin embargo, este debate le aporta una oportunidad singular a la desgastada clase política argentina para promover el diálogo, limar aristas extremas y alcanzar un texto consensuado. Si lo logran, sería histórico, aunque ese proyecto nunca salga del Congreso.
¿Por qué? Porque si, en efecto, el Senado termina por decirle no a la legalización del aborto, le haría otro favor al presidente: le evitaría afrontar la disyuntiva de promulgar una ley que en su fuero íntimo rechaza. O vetar una ley que aprueba la mayoría.
La Argentina es así.
Fuente: NYTimes