La semana pasada la Casa Blanca confirmó que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, asistirá a la Cumbre de las Américas que se celebrará el próximo mes en Perú. Al hacerlo, seguirá el ejemplo de todos los presidentes de ese país desde Bill Clinton, quien fue el anfitrión de la primera de esas reuniones, en Miami en 1994. Los predecesores de Trump han abordado la cumbre —que es la única reunión de los jefes de Estado del hemisferio occidental— como una oportunidad obvia de buscar el progreso de los intereses de Estados Unidos en el vecindario.
Sin embargo, a diferencia de los presidentes Clinton, George W. Bush y Barack Obama, Trump irá a la cumbre con una carga adicional considerable, lo que aumenta los riesgos. Su participación podría incluso terminar siendo contraproducente para el objetivo principal de la reunión, que es promover los derechos humanos, la democracia y la diplomacia en el interior del continente americano.
Tal vez la Casa Blanca sea consciente de esto, lo que podría explicar por qué la asistencia de Trump se confirmó hasta hace poco. Para que el viaje del presidente valga la pena —o por lo menos no sea dañino—, el gobierno debería analizar profunda y detalladamente por qué las expectativas en la región son tan bajas.
Las remotas probabilidades de éxito no son del todo culpa de Trump. Las cumbres recientes han quedado mayoritariamente en puntos muertos y no han sido capaces de producir declaraciones de consensos. Además, el gobierno anfitrión es políticamente débil, pues el presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski, se encuentra combatiendo los esfuerzos por destituirlo debido a cargos de corrupción.
Aun así, el gobierno de Trump debe entender que la credibilidad de Estados Unidos en América Latina se encuentra en un nivel extraordinariamente bajo. La retórica sobre las “drogas”, los “violadores” y “el muro” claramente ha resonado al sur de sus fronteras.
De acuerdo con Gallup, las opiniones sobre Estados Unidos bajo el mando de Trump han caído más en América Latina desde la partida del presidente Obama que en cualquier otra región del mundo. Solo el 16 por ciento de los latinoamericanos aprueba el desempeño de Trump, una tasa incluso menor que la de los latinos en Estados Unidos.
Las relaciones con México sufrieron su revés más reciente cuando una llamada telefónica entre Trump y el presidente Enrique Peña Nieto se descarriló el mes pasado. Por su parte, Brasil es el exportador más afectado por los nuevos aranceles del gobierno estadounidense al acero y otros países de la región seguramente están preocupados por la posibilidad de una guerra comercial global. Además, aunque muchos dirigentes latinoamericanos han preferido responder a la distancia marcada por Trump con la misma moneda, sin duda es posible que se dé un incómodo encuentro con el presidente de Cuba, Raúl Castro.
El desenlace ideal para Estados Unidos sería una cumbre tranquila que siga exactamente el guion. De hecho, esta es una oportunidad para el presidente de Estados Unidos de escuchar sin decir mucho sobre nada.
La retórica de “Estados Unidos primero” tiene ecos del intervencionismo estadounidense, que es políticamente tóxico en Latinoamérica, y que se han visto reforzados por un aparente renacimiento en los últimos tiempos de la Doctrina Monroe. Trump no podrá obtener ninguna concesión real mediante una postura ruidosa y firme, ya sea en cuanto a comercio, seguridad, inmigración o, sobre todo, Venezuela.
La situación en Venezuela exige una diplomacia sofisticada y liderazgo latinoamericano; si Trump quiere hacer progresos respecto de nuevas sanciones en contra de la dictadura petrodistópica de Nicolás Maduro, será mejor que deje públicamente a otros países de la región liderar el debate y él solo los siga.
Esos otros países tienen graves problemas por los acontecimientos recientes y desean actuar. Sin embargo, les preocupa que se perciba que están asociados con Estados Unidos. Lo peor que Trump podría hacer sería socavar a los aliados de su país haciendo que parezca que solo siguen sus órdenes.
Trump haría bien en recordar su cena con un grupo de presidentes latinoamericanos en septiembre del año pasado, cuando retomó su reiterada sugerencia de una intervención militar de Estados Unidos, según fuentes que estuvieron en esa reunión. “Rex me dice que ustedes no quieren que recurra a la opción militar en Venezuela”, se señala que dijo, en referencia a Rex Tillerson, entonces secretario de Estado. “¿Es así? ¿Están seguros?”. Comprensiblemente, los presidentes latinoamericanos se inquietaron. En lo referente a Venezuela, a Trump le conviene consultar ideas con otros gobiernos antes de insistir en posibles soluciones.
El camino más seguro hacia el éxito sería que Trump se involucrara directamente con el tema central de la cumbre: gobernabilidad democrática frente a la corrupción.
Sí, Trump tiene sus propios problemas de conflicto de intereses, pero Estados Unidos aún tiene un enorme papel que desempeñar en el combate internacional contra la impunidad. Compartir información, algo que fue crucial en la cada vez más extendida investigación multinacional de los sobornos por parte del conglomerado brasileño de la construcción Odebrecht; mejores prácticas y asistencia técnica; y apoyo financiero para la procuración de justicia, la reforma judicial y los fiscales anticorrupción, cuyo ejemplo más famoso es la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), una organización que es avalada por Estados Unidos: nada de esto sería posible sin el respaldo del gobierno estadounidense y su capacidad de rastrear flujos financieros ilícitos a través de Wall Street.
Siempre hay más que Estados Unidos puede hacer para apoyar la constante lucha de América Latina contra la corrupción. El gobierno de Trump debe elaborar una lista de nuevos compromisos para poner sobre la mesa desde el primer día de la cumbre. Eso, más que ninguna otra cosa, haría mucho por mejorar las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica.
En pocas palabras, para que su primer viaje a América Latina valga la pena, el presidente Trump debe seguir solo tres lineamientos simples: escuchar primero, hablar con suavidad y hacer lo que le corresponde.
Fuente: NYTimes