Donald Trump cumplió su primer año en la Casa Blanca con el gobierno colapsado y el motivo fue la inmigración. El presidente Trump propuso un trueque: que el Congreso le permita destinar mayores recursos a las medidas de seguridad en la frontera entre México y Estados Unidos como condición para mantener la protección contra la deportación para 800.000 personas que llegaron al país siendo niños. Millones de dólares en control fronterizo a cambio de los dreamers.
La inmigración ha estado en el centro del discurso político de Trump; en buena medida lo ayudó a llegar a la presidencia. Su campaña electoral fue un atado de promesas aislacionistas y xenófobas: construir un muro, renegociar el TLCAN, expulsar a ciertos migrantes. En suma, mantener al margen a los “países de mierda”. En menos de cien días de gobierno trató de imponer un veto de viaje a siete países de mayoría musulmana. En los siguientes 200 días anunció que no se renovará el Estatus de Protección Temporal (TPS) a los haitianos, nicaragüenses y salvadoreños y no ha dejado de amenazar la protección a los dreamers, su moneda de cambio favorita. Este ha sido el primer año de Trump.
Las elecciones legislativas de 2018 en Estados Unidos son una coyuntura ideal para que el movimiento proinmigrante se renueve y se convierta en un actor político de la sociedad estadounidense, sumándose a los otros grupos activistas que tienen redes de mayor alcance en Washington.
La era Trump ha hecho más visible que nunca la vulnerabilidad de los migrantes y, por tanto, también ha hecho más relevante al movimiento proinmigrante. Pero para hacer más efectiva esa relevancia, las organizaciones que trabajan por los derechos de los inmigrantes deben recalibrar las estrategias que han desarrollado en los últimos treinta años —desde la amnistía de 1986, cuando ocurrió la última regularización migratoria— y establecer nuevas alianzas que ayuden a proyectar aún más el alcance de su mensaje.
La parte más joven del movimiento proinmigrante, los chicos dreamers, son un buen ejemplo para las organizaciones veteranas en este campo. Con un diálogo que rebasa la agenda migratoria y gracias a una madurez política adquirida a base de ensayo y error, estos jóvenes han construido redes nacionales con representación étnica, racial y religiosa. Han creado intersecciones con otros movimientos, como el LGBT —acuñando el término undocuqueers— o la población indocumentada de raza negra —el movimiento undocublack—, y en ocasiones se suman a manifestaciones colectivas como #MeToo y Black Lives Matter. Los dreamers se asumen como parte de la sociedad estadounidense en un sentido amplio, más allá de su condición de inmigrantes. Esta es su principal diferencia con el resto del movimiento.
En las últimas décadas los grupos que impulsan la agenda migratoria y los espacios de representación para esta comunidad han adquirido visibilidad mediática y mayor presencia en Washington. Gracias al trabajo de organizaciones como NALEO, que agrupa a latinos en cargos de elección popular, los funcionarios latinos electos que había en Estados Unidos aumentaron de 3063 en 1984 a 4651 en 2004 y a cerca de 6100 en 2014. El voto latino creció casi 50 por ciento entre 2004 y 2012, y hoy los materiales electorales en idiomas diferentes al inglés se distribuyen en un área que incluye a 68 millones de votantes, más del 30 por ciento de los estadounidenses en edad de votar.
Estos avances, sin embargo, no han sido suficientes para lograr algún tipo de regularización migratoria. No solo eso: en los últimos años, el número de personas en centros de detención de inmigrantes operados por empresas privadas y el número de deportaciones ha aumentado, al alcanzar su máximo histórico durante el gobierno de Obama. El movimiento proinmigrante ha obtenido algunas victorias a nivel estatal y local para frenar medidas de persecución, pero ha recibido reveses duros —como la cancelación del TPS— y no ha conseguido apoyo en el Congreso para lograr una solución incluyente y justa en materia de inmigración.
Trump ya no es el desconocido de hace un año. La lección de estos doce meses es que en Estados Unidos no solo están en peligro los derechos de los inmigrantes, sino los derechos civiles. El más reciente reporte anual de Human Rights Watch establece que las políticas del actual gobierno han afectado a refugiados e inmigrantes y han significado un retroceso en los derechos de las mujeres, la comunidad LGBT, la libertad de prensa y la rendición de cuentas. Mientras todo esto ocurre, el activismo proinmigrante más experimentado continúa empujando la misma agenda que hace treinta años, centrada en cabildear una reforma migratoria integral o en al menos conseguir medidas paliativas para evitar las deportaciones y la separación de familias.
Los veteranos del movimiento proinmigrante deben seguir los pasos de los jóvenes dreamers, estableciendo alianzas con otros sectores de la sociedad, compartiendo información y sumando agendas. Más del 70 por ciento de los estadounidenses apoya algún tipo de regularización para los dreamers, pero no para el resto de los inmigrantes. La razón suele ser la falta de conocimiento de las leyes de inmigración y de la comunidad inmigrante: la creencia de que inmigración equivale a ilegalidad (aunque solo una cuarta parte de los inmigrantes son indocumentados); que cualquiera puede recibir una visa o un permiso de trabajo para venir de otro país a Estados Unidos o que los inmigrantes no pagan impuestos.
Crear estrategias de información y desmitificación entre las comunidades que tradicionalmente no hacen cabildeo por los inmigrantes, pero que tienen capacidad de negociar y tener una influencia política, puede ser un buen inicio. Organizar eventos en California, un estado demócrata y proinmigrante, da visibilidad, pero no aumenta la base política. Este año de elecciones legislativas ofrece la oportunidad de llegar a los votantes moderados, abiertos a escuchar, que votan en los estados reñidos en esta elección. Al menos 34 congresistas republicanos y 14 demócratas no buscarán la reelección en 2018, lo que representa una oportunidad para establecer relaciones con nuevos actores y con los grupos políticos y activistas que los impulsan.
La estrategia de información también debe incluir a los medios de comunicación que tradicionalmente no cubrían el tema de inmigración, pero que empiezan a hacerlo a partir de la llegada de Trump a la presidencia. Compartir con sus reporteros y editores los principios básicos del complejo sistema de inmigración es parte importante del impulso a la agenda proinmigrante.
Si las organizaciones activistas que conforman este movimiento no logran ampliar su rango de influencia para convertirse en un actor político de la sociedad estadounidense, y no solo de un sector de ella, poco será su poder de negociación en la renovación del Congreso, un parteaguas para lo que resta de la era Trump.
Fuente: NYTimes