Una noche fresca de principios de noviembre, detrás del escenario de la Ópera de Damasco, un coro femenino ensayaba un clásico: la alegre balada de una caricatura de la infancia. Cuando llegaron al coro —“Qué agradable es vivir en tu casa, qué agradable es vivir en tu ciudad natal”— una de las cantantes, Safana Baqleh, comenzó a llorar mientras se tapaba el rostro con las manos.
La canción le recordó todo lo que había perdido. Sus amigos más cercanos se habían ido de Siria o la habían bloqueado en Facebook por tener opiniones políticas diferente. A veces, la soledad es devastadora. “Quiero sacar a pasear a mi bebé, pero no hay nadie a quien pueda visitar”, se lamentó Baqleh. “Nadie. Absolutamente nadie”.
Después de más de seis años en guerra, cerca de una cuarta parte de la población siria vive en el exilio. La soledad de los que permanecieron en su patria flota como una neblina espesa sobre Damasco, la capital. Los damascenos de toda la vida se preguntan por qué siguen ahí, si tantos de sus amigos y familiares han empacado, muerto o desaparecido. Los recién llegados, desplazados por la guerra, se mueven con cautela, pues no están seguros de cuál será su destino, ni de quién es quién.
Recientemente viajé a Damasco con una de las poco comunes visas para periodistas estadounidenses. Casi siempre estuve acompañado por un escolta registrado del gobierno, lo cual parecía provocar desconfianza en algunas personas, y hubo partes de la ciudad que no tuve permiso de visitar.
Sin embargo, fue imposible no percatarme de cuánto había cambiado Damasco desde que surgieron las protestas a favor de la democracia hace casi siete años, tan solo para ser aplastadas por el presidente Bashar al Asad y después mutar en una guerra civil que desperdigó a los sirios por todo el mundo y convirtió a su país en un tablero de ajedrez donde juegan países más poderosos.
En meses recientes, las fuerzas de al Asad, con la ayuda de Irán y Rusia, han recuperado una buena parte del país que estaba en las manos de los insurgentes. Hay menos puestos de control en Damasco, las calles están a reventar hasta entrada la noche y la electricidad se ha restaurado por completo. No obstante, algunas tardes, las fuerzas gubernamentales disparan su artillería hacia los enclaves rebeldes ubicados en los límites de la ciudad; en respuesta, los rebeldes envían proyectiles hacia las calles angostas de la zona antigua: hace poco mataron a un encargado de una tienda mientras jugaba backgammon con su vecino.
En un parque ubicado en el centro de la ciudad, las familias que huyeron de las últimas zonas de guerra están sentadas con sus bebés y bolsas de plástico alrededor. Un soldado está sentado en los arbustos: vigila con atención a todo y a todos.
En la autopista principal, restaurantes nuevos y relucientes dan servicio a la gente que se ha enriquecido durante la guerra. En medio de un día laboral, adentro hay hombres con ropa deportiva que fuman silenciosamente pipas de agua, mientras observan a todos. Sin embargo, en las cercanías, los damascenos que alguna vez pudieron comprar ropa nueva exploran pilas de suéteres de segunda mano porque los precios se han disparado y se han vuelto inasequibles. Me contaron que en cierto mercado de la ciudad se pone a la venta el botín de la guerra: refrigeradores, pipas, candelabros, todo saqueado de las ciudades recién recuperadas por el ejército. (No me dieron permiso de visitar el mercado).
Cada vez que le preguntaba a algún sirio cómo les explicaba los sucesos de los últimos siete años a sus hijos, me impactaba la manera en la que hasta el más parlanchín se quedaba en silencio o negaba con la cabeza. Les era complicado explicárselos a ellos mismos.
Baqleh, de 35 años, quien también es arpista profesional, no pudo decir por qué seguía en el país. Solo sabía que no podía soportar la idea de vivir como una refugiada en el extranjero, que la vieran como alguien que necesita caridad y no como alguien que pertenece a ese lugar. Así que se quedó e intentó marcar una diferencia. Dio clases de música. Cantó. Fue voluntaria en un albergue de animales. Me explicó que los perros y gatos no solo habían resultado heridos en la guerra, sino que también habían sido mutilados por niños que habían aprendido una crueldad atroz.
“Necesitamos algo que nos una”, comentó. “Nos necesitamos los unos a los otros”.
Para su concierto de primavera, el coro de mujeres —el Coro de Gardenias, se llaman a sí mismas— había escogido un repertorio de canciones de boda para representar la variedad de personas que hay en Siria: canciones en árabe, kurdo y circasiano, canciones de lugares que en la actualidad son sinónimo de ruinas, como Alepo y Hama.
La directora, Ghada Harb, de 43 años, señaló que era su manera de preservar una cultura en riesgo de quedar en ruinas. También mencionó que esperaba que las canciones hicieran recordar a los sirios que “hay que aceptarse los unos a los otros”.
Harb se considera afortunada. Aún tiene una casa y un trabajo. Su esposo era demasiado viejo para ser reclutado en el ejército; sus hijos eran demasiado jóvenes. No obstante, todos los días ella reza para que sus hijos lleguen a casa sanos y salvos. Teme que llegue el día en que la abandonen, como ya lo han hecho los hijos adultos de muchos de sus parientes.
La guerra ha cambiado la forma en que se mueve por la ciudad. Si un auto con ventanas negras le cierra el paso en el tráfico, se resiste a tocar la bocina o a quejarse en voz alta. Nunca se sabe quién está adentro o cómo podría reaccionar. Un día, mientras esperaba en una larga fila para conseguir gasolina, vio cómo un hombre vestido de militar comenzó a cortar furioso los contenedores de plástico que la gente había llevado para llenar de combustible. No supo qué desencadenó su ira.
“Las huellas de la guerra se quedan dentro de nosotros”, dijo. “Trabajamos, seguimos, pero algo en nuestro interior está triste y quebrado. Nos sentimos muy humillados”.
En ese momento comenzó a llorar. El conflicto ha hecho que la violencia se vuelva aturdidoramente común.
Un comerciante de arte, Samer Kozah, vive en la antigua casa de su familia, rodeado de obras de artistas que han huido. Le pregunté cómo había cambiado la ciudad: una pregunta que me pareció inofensiva, pero que lo hizo romper en llanto. Su esposa abandonó el patio donde estábamos sentados.
Uno de los hermanos de su esposa desapareció hace cuatro años y no se ha sabido nada de él desde entonces, me comentó Kozah con voz suave cuando ella ya estaba a una distancia desde la que no nos podía escuchar. La joyería del padre de su mujer fue totalmente saqueada.
“Todos tienen una historia”, explicó. “Alguien murió. Alguien perdió su casa. Vengo aquí. Huelo los jazmines, voy al café Nowfara. Me tomo un té. Los rostros de todos han cambiado. Nadie es el mismo”.
Fuente: NYTimes