Francisco Fonseca
En estos días del mes de la patria vuelvo sobre mis pasos para tocar temas y replicar párrafos de anteriores editoriales míos. Los avatares de la política nos llevan a caminos inextricables e incomprensibles. Como decía yo hace un par de meses, la política se debe ejercer a plenitud, sabiendo. Y el saber en la política solamente se adquiere con la experiencia y la madurez; bastante ayudan los estudios, las carreras, licenciaturas, posgrados y diplomados.
Sin embargo, al adentrarnos en el embudo de la política nacional se nos dice que la patria está en peligro. Y si la patria está en peligro es porque hacia allí la llevaron los otros mexicanos, los de la voz estentórea, los de la diatriba y el insulto, los de los arreglos en lo oscurito, los explotadores del pueblo, y también los mesías adelantados; todos ellos la han dejado lastimada y ensombrecida.
El país se debatía en una crisis, era el comentario a todas voces. Y era lamentabilísimo porque cada mes de septiembre se nos prometía otro futuro, el que versifica Ramón López Velarde, uno de los poetas mayores de mi bello y entristecido México. Por ello es conveniente recordar a la Patria impecable y diamantina que fuera la ilusión del bardo zacatecano.
López Velarde nació en 1888 en Jerez, corazón literario de Zacatecas “donde el cielo es cruel y la tierra colorada”. Ahí creció como poeta, y para su tierra provinciana fueron sus mejores pensamientos, enlazados en el abrazo universal de la metáfora. Murió en 1921. Su existencia breve fue como su poesía, no solo revelación sino alumbramiento.
“No tengo nombre que sea bastante mío”, frase del filósofo y escritor francés Michel de Montaigne que el poeta mexicano hizo suya a lo largo de su vida de pensador místico, de escritor provinciano, nostálgico y exacto. El del lenguaje exasperado y litúrgico. El del gesto irónico, irrecuperable. El lenguaje del poeta de la Suave Patria. Sus “renglones temerarios”, como él mismo los calificaba, siempre estuvieron al servicio de la patria, “solo concebidos por una fe continua y sin sombras o por un amor extremo”.
La clave de su vida habría que encontrarla hermanada con el fervor espiritual y el desenlace amoroso. Águeda y Fuensanta adquieren presencia mística y luminosa en sus poemas. López Velarde se definía como el tigre que escribía ochos en el piso de la soledad. Y es cierto, en el silencio nocturno escribió sus mejores versos.
La Suave Patria no es un poema para que se recite mecánicamente en los actos oficiales, sino una plegaria de íntimos compases, como santo y seña con la que los mexicanos identificamos el limpio y viejo solar de los ancestros: “diré con una épica sordina: la Patria es impecable y diamantina”. La descripción mágica que se vuelve canto y el canto silencio, sólo se da en obras como el poema mismo, expresión purificada del barroco y del expresionismo español, en una alquimia apegada al íntimo sentimiento nacional de los mexicanos.
“La Suave Patria aparece -decía Octavio Paz- como una sucesión dinámica de colores, sobre perfumes y sensaciones, no como un fresco de pintura sino como un documental, en el sentido cinematográfico de imágenes poéticas”.
Tono dramático el del México actual. Tono dramático el del poema, como la música de Silvestre Revueltas o los murales de José Clemente Orozco: “trueno de temporal que enloquece a la mujer y sana al lunático; mirada de mestiza que pone la inmensidad sobre los corazones; cuaresma opaca, honda música de selva; Patria impecable y diamantina”.