El final de temporada de Game of Thrones, más que sorprender, asombró. Lo hizo tanto por sus imágenes fantásticas del Apocalipsis Zombi según George R. R. Martin, como por haber revelado satisfactoriamente buena parte de los interrogantes planteados hasta hoy (hasta el verdadero nombre de Jon Snow). Quizá sea pedir demasiado a la «serie más grande del mundo», sobre todo en sus instancias finales, que no caiga presa de las expectativas de sus millones de fanáticos en todo el mundo. Pero lo seguiremos haciendo.
Sin dudas es casi imposible lograr lo que los creadores de la ficción, David Benioff y D. B. Weiss -autores de este último episodio, «The Dragon and the Wolf»- consiguieron aquí: comenzar a anudar la trama de la Gran Guerra contra los Ejércitos de la Noche y, a la vez, permitir un último respiro dramático a sus media docena de protagonistas de modo que enfrenten el gran dilema que le plantea la historia (la lucha por el poder individual o la supervivencia colectiva) y respondan a él de una forma que los revela por completo.
Si bien esta séptima temporada ha apostado todas sus fichas creativas al primer aspecto y ha logrado así imágenes y escenas memorables, que seguramente aparecerán en todas las listas de lo mejor del año (la escena final de este capítulo, en Eastwatch-by-the-Sea, seguramente estará entre ellas), es en el segundo frente donde reside su apuesta a la inmortalidad televisiva. Los grandes personajes, en manos de eximios intérpretes, no necesitan efectos especiales, como se probó en estos ochenta minutos de acción que, admirablemente, encontraron resquicios de lucimiento para los grandes actores de esta ficción, especialmente los dos pares de hermanos unidos más por el odio que por el amor: los Lannister de Lena Headey y Peter Dinklage, y las Stark que componen Maisie Williams y Sophie Turner. Sin más preámbulo, los spoilers.
Como ya era dado por hecho entre los fanáticos, el Muro -protección sobrenatural de los hombres de Westeros desde hace milenios, construido luego de la última Larga Noche por ¿otro? Bran, fundador de la casa Stark, apodado «el Constructor»- no fue rival para el fuego azul del Viserion zombi. El orgulloso Tormund Giantsbane, al mando del castillo marítimo del Muro, no pudo hacer más que gritar -como incontables personajes en cada catástrofe en pantalla- «¡Corran!» El Rey de la Noche se encargó del resto y sus ejércitos, como se temía desde hace años, ya están en los Siete Reinos.
Para enfrentarlos, la coalición que se esperaba formar en la cumbre de King’s Landing no será muy diferente de lo que era en el capítulo anterior. O quizá sí, y la redención de Jaime Lannister -que finalmente encontró un límite a su complicidad con la ambición de su hermana, y decidió honrar la promesa de luchar contra los Caminantes Blancos aunque Cersei no lo haga- ocurra luchando en la vanguardia de un ejército conformado por sus enemigos jurados.
La cumbre en lo que era el Pozo del Dragón, en la que el zombi apresado cumple con su propósito de aterrorizar a Cersei, quien por primera vez se encuentra cara a cara con Daenerys Targaryen (cuya entrada triunfal sobre Drogon no parece impresionarla en lo más mínimo), comienza con la posibilidad de una tregua entre ambos bandos, pero como ocurrió ya con Ned Stark una vez, Jon Snow es Jon Snow y no puede mentir (aunque sea en realidad Aegon Targaryen). El Rey del Norte reitera su lealtad a Daenerys en público, diciendo que no puede servir a dos reinas a la vez. La primera no puede reprimir su admiración a la vez que sorprenderse por su locura; la segunda no perdona el rechazo. La posibilidad de un frente unido desaparece para siempre.
Cersei será siempre Cersei, y en una escena memorable con Tyrion, que arrriesga su vida por una audiencia privada para convencerla de que recapacite, comienza un monólogo que se vive como un intento de exoneración de los horrores que, como afirmó Jaime en el primer episodio de la serie, la gente como ella es capaz de cometer por amor: «Cuando vi la garganta negra de la muerte sobre mí, el mundo desapareció: sólo estaban los míos», explica a su hermano menor, que pronto intuye que está embarazada de Jaime. «Nadie me deja», afirmará luego ante su hermano y amante. Pero Jaime lo hace. Euron, por otro lado, no lo hará: su supuesto terror ante el zombie cautivo era en realidad una estratagema para tener vía libre para viajar a Essos a buscar el mejor ejército de mercenarios que el dinero del Banco de Hierro puede comprar, la célebre Compañía Dorada (fundada por un bastardo Targaryen en el exilio, nada menos).
Por toda la importancia estratégica de la cumbre, en la que buena parte del elenco de Game of Thrones se vio las caras por primera vez, fue en los momentos privados, lejos de las declaraciones públicas y las lealtades políticas, donde se libraron las verdaderas batallas en este último episodio, que quizá por ello fue tanto más satisfactorio que la temporada que clausura. En esta instancia la gran batalla no parece, como como esperábamos, entre los vivos y los muertos sino entre quienes son capaces de aprender y por ello cambiar (Daenerys, Sansa, Jamie, Theon), y quienes no lo harán, como Cersei, porque un paso al costado sería un salto al vacío.
«Un dragón no es un esclavo», explica Daenerys Targaryen a Jon Snow al relatar la decadencia de su familia a la par de las criaturas sobre las que fundamentaron su primacía. Es la familia del Rey del Norte también -confirma Bran a Sam Tarly, en una escena que rubricó el parentesco de Jon-Aegon, y el hecho de que él, y no la Reina de Dragones, es el verdadero heredero del Trono de Hierro, y que la Rebelión de Robert Baratheon estaba basada en una mentira.
Más allá del complejo dilema moral y amoroso que se avecina para la pareja cuando llegue a Winterfell y descubra que son tía y sobrino, no queda más que aventurar cuál será el verdadero destino de la Khaleesi tras la revelación. Todo el camino dramático del personaje estuvo sostenido en su profunda convicción y las señales proféticas de que era la soberana que Westeros necesitaba. El flamante Aegon Targaryen cree en ella mucho más de lo que cree en sí mismo, y sería infinitamente decepcionante que la serie que llegó a tener cinco pretendientes mujeres al trono termine convirtiéndola en una consorte con el apellido correcto.
Por cierto que Sansa Stark demostró -como le confesó con sorna a Littlefinger en el juicio secreto en el que se expusieron todas sus conspiraciones- que aprende despacio, pero aprende. Y Petyr Baelish terminó ahorcándose con su propia soga, cuando su método para desentrañar las motivaciones de los demás terminó por iluminar a su mejor alumna acerca de las razones detrás de su rivalidad con Arya: fue él quien estuvo detrás de todas las tragedias de la familia, incluso del comienzo de la guerra civil. Aidan Gillen se despidió con una escena digna de su personaje, que primero trató de operar a sus jueces y verdugos, luego negó todo y, finalmente, pidió de rodillas por una vida que la más joven de los Stark se encargó de quitarle. Las hermanas parecen haberse encontrado, por fin, como quienes son realmente y alcanzado un entendimiento que será de vida o muerte para lo que viene (su escena a solas comprobó que Williams y Turner han crecido para convertirse en grandes intérpretes, que aún esperan un papel cinematográfico capaz de sacar provecho de su talento).
Los primeros copos de nieve alcanzanKing’s Landing y muestran a Jaime abandonando su vida anterior para unirse al ejército de los Targaryen, casa a la que ayudó a extinguir. El invierno parece preparado para durar eternamente. O, en el peor de los casos, hasta 2019.
Fuente: La Nación