Por Carlos Alberto Pérez
Aquél jueves 11 de julio de 1991 amaneció muy soleado. La luz del alba se coló por la ventana de Mario y le pegó directamente en la cara. Abrió los ojos más por el intenso brillo del sol que por las ganas. Agarró las sábanas, se tapó y se giró al otro lado de la cama, tenía mucho sueño. Sin embargo ya no pudo dormir. Se levantó casi en cámara lenta y se dirigió al baño. Haciendo gala de valor abrió la regadera y se metió debajo del chorro. El agua fría recorrió su cuerpo junto con un temblor pavoroso. Sin embargo cambió su ánimo, por eso, veinticinco minutos después y sin desayunar, ya estaba en la prepa. Vivía a tres cuadras de ahí.
Con los dos tirantes del morral colgados de su hombro derecho y la sonrisa embarrada en el rostro se sentó en una de las bancas, afuera del edificio “B”, la clase de cálculo diferencial no le encantaba, pero el profesor Turrubiarte lo tenía en la cuerda floja y Mario no quería reprobar. Así que lo mejor sería entrar a la materia donde, dicho sea de paso, no entendía ni la derivada, ni la función, ni la solución, ni la equis al cuadrado, ni el cero por lo redondo.
A lo lejos vio que sus amigos se acercaban, Juan, César y Paco venían dándose zapes unos a otros, aventándose las envolturas de las galletas que se acababan de comer y riendo a carcajadas.
−¿Y tú qué? –saludó César −. ¿Por qué tan temprano?
−Nada, la neta es que ya no pude dormir –respondió Mario-. Además hoy es el eclipse y no me lo quiero perder. Voy a estar muy atento.
−No manches con tu eclipse, mejor hubieras llegado antes y alcanzabas galletas, pero si quieres vamos por otras –añadió Juan.
−Estaría –dijo Mario –porque no desayuné. Pero tengo qué entrar a cálculo, si no, ese güey me va a tronar.
−Es el pedo de vivir solo –expuso Paco –. Vente, vamos por una quesadilla. Luego le hacemos la chillona al maestro.
−¡Va! –contestó. Y se dirigieron otra vez a la puerta.
−Me cae que eres bien difícil de convencer güevón, vas a reprobar –dijo César.
−Cállate, ya no entré, ya ni modo. Ahorita lo importante es mi quesadilla de chicharrón con queso y mi pato de uva –contestó Mario.
−Mhhh, ¡pato de uva! –se rio Juan. Que era el más serio. Era el equilibrio de los cuatro amigos. Muy estudioso, formal, responsable y coherente. Intachablemente bien vestido, zapatos boleados, pantalón de vestir, camisa impecable y suéter. Peinado de raya al lado con mucho gel.
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Las bancas en las jardineras eran el lugar de reunión para todos los estudiantes de aquella preparatoria. Ahí se sentaban a ver pasar el tiempo, a hacer tareas atrasadas y a platicar de cualquier cosa mientras llegaba la hora de acudir a la siguiente clase.
−Miren, ahí viene Gaby, fíjense cómo desprecia a Manuel. ¡Pobre cabrón! No entiende que nunca lo va a pelar –dijo Paco. Y todos voltearon a ver la escena.
Gaby Garay era la chica más popular de la escuela, rubia, sonriente, siempre de buenas, agradable con todo mundo. Menos con Manuel, un tipo que, cada que la veía venir, saltaba como resorte, corría a su encuentro y se le aventaba encima. Ese día no fue la excepción.
−¡Hola, ¿cómo estás?! –dijo Manuel al tiempo que acercaba su rostro al de Gaby con la boca lista para plantar un saludador beso en aquella mejilla sonrosada.
−Hola –contestó Gaby con cara de pocos amigos, mientras se hacía para atrás y se volteaba para otro lado –. Qué gusto verte –balbuceó para sí misma.
Manuel, rechazado por enésima vez, fijó sus ojos en el suelo, metió las manos en los bolsillos del pantalón, caminó unos pasos y se volvió a sentar en la misma banca que unos minutos antes lo había catapultado.
−Pobre güey –le dijo Mario a Gaby –. Dale chance, a lo mejor tiene bonita letra.
−¡Ay no! –reviró –. Es desagradable, terco, y está bien feo. ¡Maldito! A fuerza me quiere dar beso.
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En la última clase del día, Florencia Bonet, maestra de química, les advirtió a los alumnos que tuvieran cuidado con el eclipse solar que tendría lugar esa tarde.
-No lo miren directamente –advirtió –. Es muy peligroso, se pueden quedar ciegos. Se les queman las retinas. Mejor agarren una radiografía, o unos lentes de soldador. Aunque es posible ver un eclipse solar total sin protección durante la fase de totalidad, valga la redundancia. Pero abusados, porque sólo un observador experimentado puede saber con precisión cuándo se produce esta fase. Yo, por supuesto, lo sé, soy una sabia persona. Pero ustedes son unos ignorantes y además no voy a estar ahí pegada para decirles. Así que ¡aguas!
-¿Y si mejor no lo veo maestra? –preguntó Paco, con sorna.
-Puedes hacer lo que se te antoje –respondió la profesora –. Es más, tú sí deberías verlo directamente, a ver si así te callas. Ya, váyanse todos, ya no los quiero ver. Se acabó la clase.
Los amigos salieron del salón y bajaron las escaleras lentamente. Cuando salieron al patio la sombra de la luna ya comenzaba a cubrir el sol.
-Es cierto, te puedes quedar ciego, eso dicen en la tele en un anuncio que repiten a cada rato –dijo Paco –. Nino Canún dice que es más seguro verlo en casa a través del Canal 2, en donde no hay ningún tipo de riesgo, claro, más allá del de tener que chutarse un chingo de comerciales.
-¿Y de verdad le crees a alguien que se llama Nino Canún? –replicó Mario, a punto de soltar la carcajada -. ¿Cómo puede alguien llamarse Nino Canún?
A la 1:24 de la tarde el cielo quedó en tinieblas. La luna cubrió al sol durante 6 minutos y 54 segundos. A lo lejos se podían escuchar los aullidos de algunos perros que no entendían por qué se había venido la noche tan abruptamente. Las luminarias de la escuela se encendieron, las aves volaron rápidamente a sus nidos y la temperatura veraniega descendió durante unos momentos… En la Ciudad de México era de noche a la hora de comer. Durante la totalidad del eclipse algunos aplaudieron, otros gritaron, otros lloraron y hubo quienes hasta rezaron. El ambiente se cargó de agitación, emoción y conmoción. Claro es que hubo quién aprovechó el momento para vender recuerdos de todo tipo, libros, postales, posters y hasta camisetas con la leyenda “Sobreviví al eclipse, México, 1991”. Jeanette, una chica que estaba embarazada, traía un listón rojo amarrado a la cintura, del que colgaba una gran llave antigua, quesque para que su bebé no naciera deforme. Mario, Juan, Paco y César se quedaron en silencio, muy asombrados, como congelados y con la boca abierta. Casi se podía escuchar su respiración. No volteaban al cielo, se veían unos a otros, muy serios, impactados, asombrados, maravillados…
Después de aquellos casi siete minutos otra vez comenzó a amanecer. Nadie hizo ningún comentario. La vida regresó a la normalidad y todos siguieron con su rutina.
-Pues muy chido ¿eh? Yo me voy a mi casa –dijo Mario -. Este asunto del eclipse me dio mucho sueño. Nos vemos mañana.
Así que agarró su morral, se echó ambos tirantes al hombro derecho y se encaminó a su hogar, su cama lo estaba esperando.
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Mario llegó a la puerta de su casa, del bolsillo de su pantalón extrajo una solitaria llave, la clavó en la cerradura y trató de girarla. No tuvo éxito. La sacó, la revisó y la volvió a meter. El resultado fue el mismo, la puerta no se abrió. Una vez más retiró la llave, le sopló y la metió de nuevo. No pasó nada. En ese momento la puerta se abrió por dentro. Una señora de edad avanzada muy enojada lo miró de arriba abajo.
-¡¿Qué te pasa chamaco?! ¿Por qué quieres abrir mi puerta?
-¿Cómo que su puerta? –contestó Mario, envalentonado, pero muy confundido -. ¡Si ésta es mi casa!
-¿Que ésta es tu casa? ¡Estás loco! Y ya mejor vete, que tengo muchas cosas que hacer – respondió la señora, al tiempo que azotaba la puerta.
-¡Salga de mi departamento vieja babosa! –gritaba Mario mientras pateaba la puerta.
-¡Ya vete escuincle! –gritó la señora desde adentro-. ¡Si no te vas voy a llamar a la policía y te va a ir peor!
Chale, pensó Mario, ahora sí estoy sacado de onda.
Sin pensar demasiado se dio la vuelta y decidió acudir a Doña Valeria, su vecina del segundo piso. Ella seguro tendría una explicación. Subió las escaleras corriendo y se plantó frente al departamento en cuestión. Segundos después de tocar el timbre se apareció la señora Valeria.
-¿Dime? ¿Qué se te ofrece?
-¿Cómo está señora? Fíjese que quise abrir mi casa, pero resulta que ahí está una señora que…
-A ver, a ver, a ver –lo interrumpió la señora -. Para empezar, ¿tú quién eres y de que me hablas?
-Soy Mario, su vecino de aquí abajo –dijo, más confundido que antes -¿no me reconoce?
-Ay niño, ya no fumes de esa –contestó -. Mi cuñada Liliana vive aquí abajo desde hace más de veinte años.
-¡¿Qué?! ¿Entonces de veras no sabe quién soy? ¡Soy Mario! Su vecino, ¡Mario, el de las fiestas ruidosas de los viernes en la tarde! Mario, el que le… metió… dos… diabolazos… a… su… perro… ¿No? Chale, bueno, ¡ya me voy!
Salió corriendo en busca de alguien o algo que le pudiera ayudar. Se detuvo en un puesto de periódicos. Comenzó a leer los encabezados.
Un periódico decía: El presidente Cuauhtémoc Cárdenas advirtió que no habrá tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá…
¿O sea cómo? Seguro era una broma, una broma de muy mal gusto. No es cierto, no puede ser cierto. Puso sus ojos en otro diario y siguió leyendo.
El expresidente de Estados Unidos John F. Kennedy y su esposa Marilyn Monroe llegan hoy a Cuba, serán recibidos por el Primer Ministro Ernesto Guevara.
-No, no, no –se dijo Mario a sí mismo-. ¿A ver los espectáculos?
Hoy, en el Auditorio Nacional, Pedro Infante celebra 50 años de carrera…
Se horrorizó. Volvió a salir corriendo, ahora rumbo a la escuela, ahí seguro habría alguien que le diera una explicación. Algo estaba pasando y no era nada agradable. Entró trompicándose, llegó hasta las bancas y casi se cae cuando se topó con Gaby Garay, que iba de la mano de ¿Manuel?
-¡Gaby! –gritó.
-¿Me hablas a mí? –respondió titubeante.
-Claro, ¿a quién más? –dijo contrariado-. ¿Ustedes andan?
-Primero: Sí, somos novios. Y segundo: Me extraña mucho que me hables, digo, desde que terminamos no te has dignado dirigirme la palabra. Así que te voy a pedir que, por favor, nos dejes en paz a mí y a mi prometido Manuel, porque, para que lo sepas, nos vamos a casar en seis meses.
-¿Cómo? ¿Tú y yo fuimos novios?
-Ay, me encanta cómo te haces güey –dijo Gaby, se acercó a Mario y soltó la mano de su novio, dejándolo unos metros atrás-. Me dejaste así nada más, sin explicación alguna. Nunca supe qué pasó. Te valió gorro, jamás contestaste mis llamadas, ni se te ocurrió buscarme. Y me dolió mucho, lloré por los rincones. Pero ya lo superé. Ahora estoy con Manuel. Ya llevamos tres meses. Y no sabes qué feliz soy, encontré al amor de mi vida.
-Ah, pues está bien, chido por ti –dijo alterado, volteando para todos lados-. Ahora, si me disculpas, necesito resolver una cuestión muy importante.
Se llevó las manos a la cabeza, desesperado. Caminó sin rumbo fijo, con la vista clavada en el suelo. Seguro estaba soñando y lo único que quería en ese momento era despertar. Después se detuvo y comenzó a darle vueltas a las jardineras, tratando de organizar sus pensamientos. Cuando por fin se sentó y levantó la vista lo primero que vio fue a su amigo Juan. Sí, era él, un poco diferente, pero era él. Bueno, muy diferente, pero de que era él, era él.
-¡Juan! ¡Juanito! –gritó mientras se acercaba a su amigo.
-¿Qué onda ese Mario? –respondió Juan con una sonrisa -. ¿Qué traes? ¿Por qué tan pálido?
-¿Juanito? ¿Eres tú?
Efectivamente, era él. Un Juanito muy distinto. Montado en una motocicleta Harley, cabello largo hasta los hombros amarrado en una trenza, pantalón de mezclilla roto a la altura de los muslos, camiseta blanca, chamarra de cuero con estoperoles y botas picudas.
-Chale, pues claro que soy yo, ¿a quién esperabas? –respondió Juan.
-No, a nadie. Nada más me duele un poco la cabeza y estoy medio mareado. Dime una cosa, ¿sabes dónde vivo? –preguntó tallándose los ojos.
-¿Que si sé dónde vives? ¡No manches Mario! ¿Otra vez fumaste mota con el Joel? No preguntes pendejadas, por Dios.
-Güey, ¿sabes o no sabes? No tengo ganas de alegar.
-Sí, sí sé, ¿por? –Juan se bajó de la moto y se acercó a su amigo -. ¿Estás bien?
-¡Llévame! Llévame por favor. Estoy muy confundido, me siento muy mal y necesito llegar a mi casa. Eso es todo lo que quiero, llegar a mi casa.
-Va, pues súbete –le dijo al tiempo que le señalaba la moto -. Ahorita llegamos en chinga. Ponte el casco y agárrate bien.
El recorrido fue muy corto, pero a Mario le pareció una eternidad. Iba bien apretado de la cintura de Juan. El ambiente estaba más denso que de costumbre y su respiración se aceleraba. Las calles que recorrieron eran las mismas, él las conocía perfectamente. Había pasado por ahí miles de veces. El paisaje le era totalmente familiar, no parecía haber nada diferente. No obstante, todo era muy extraño, demasiado raro. Aquella situación era tan insólita, que rayaba en lo ridículo. El escenario ya comenzaba a tornarse insoportable. Por fin, Juan señaló una casa pintada de blanco, con un par de grandes ventanas abiertas de par en par y un enorme zaguán negro que tenía en medio una puerta roja. Mario se bajó de la moto. Juan le quitó el casco y se lo puso él.
-Sale pues, ahí te ves –le dijo. Dio la vuelta y se fue en medio de una cortina de humo que salió del escape de la Harley.
Mario caminó lentamente hasta aquella puerta, se detuvo enfrente, pero no se atrevió a tocar. Por su mente pasaron muchas cosas. Repasó las últimas horas de ese día tratando de encontrar una explicación lógica, pero no pudo hallarla. Finalmente respiró profundo, infló el pecho, levantó los hombros y puso su dedo índice en el timbre. Ding dong.
Lo que vio cuando se abrió la puerta lo dejó helado. El impacto fue instantáneo y brutal. El ser que tenía enfrente estaba vestido exactamente igual que él. Pantalón de mezclilla, camiseta blanca debajo de una camisa azul desabrochada y desfajada. El peinado también era igual, cabello hacia atrás muy bien relamido. Hasta traía los dos tirantes del morral colgados de su hombro derecho. Aquel ente era él mismo. Fue una milésima de segundo lo que duró el encuentro. Entonces sucedió. La materia se topó con la antimateria y generó una enorme cantidad de energía, más que cualquier otra reacción conocida. Una explosión cien veces más fuerte que la bomba de Hiroshima.
Fue cuestión de un par de segundos. Sin embargo, a pesar del bestial estallido, sólo se consumieron ellos dos. Simplemente desaparecieron. Todo el escenario alrededor quedó como estaba hasta antes de esos instantes, como si nada, inmaculado. Después de eso, la vida siguió igual. Algunos le llaman combustión instantánea. Nadie sabe, nadie supo.
Polanco, julio del 2016