Andares Políticos
Benjamín Torres Uballe
El caso de Rafael Márquez Álvarez ha sido analizado en estos días de manera seria y objetiva, pero también a priori de forma frívola, simplona y torpe. El tema no puede ser reducido a la simple etiqueta circense de un futbolista cualquiera, ligado presuntamente a un capo del crimen organizado. El famoso Kaiser es nada menos que el capitán de la Selección Mexicana de Futbol, deporte que domina abrumadoramente nuestro país y del cual se derivan una serie de implicaciones sociales. Referirse al futbol sólo como un deporte es hacerlo de modo miope.
Márquez Álvarez, conocido como El Patrón en el interior del equipo nacional por su fuerte liderazgo e influencia, es el segundo jugador de mayor importancia en la historia surgido del mediocre balompié doméstico, sólo después del gran Hugo Sánchez. Rafa exhibió por años su extraordinaria calidad como profesional en la mejor liga del mundo: la española. Ahí fue campeón con el Barcelona, siempre en la plantilla titular. Previamente lo hizo con el Mónaco, en Francia; posteriormente pasó por la MLS en Estados Unidos y, ya en las postrimerías de su exitosa carrera, jugó en Italia, para luego regresar al Atlas.
Por los blasones del michoacano, la noticia del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, que lo relaciona a presuntos vínculos con un narcotraficante, cayó como bomba en la opinión pública. Lo extraño de las acusaciones es que éstas se originan en la unión americana y no en el territorio mexicano. Igual que en otros casos, de inmediato asoma el “sospechosismo”, pues no es posible entender que si a Rafa lo investigaban desde hace años los gringos, en México las autoridades —todo indica— parecieran desconocer tales pesquisas. Es decir, fueron ignoradas.
Y las suspicacias aumentan porque el destacado seleccionado nacional siguió participando y capitaneando al Tri en todos estos meses, a pesar de que ya era investigado por el gobierno estadunidense. Muy mal parada queda la administración peñista en este escándalo, donde es justificada la percepción social de que no fue enterada a tiempo para que no hubiese fuga de información y por la alarmante corrupción en el desprestigiado sistema judicial mexicano.
No obstante, más allá de que las acusaciones caen sobre dos personajes muy populares —el cantante Julión Álvarez es el otro—, la cuestión de fondo radica en cómo las redes del narcotráfico se han extendido de manera tan eficaz a prácticamente todos los sectores sociales del país, sin que el gobierno tenga la menor idea de cómo evitarlo. Incluso, zonas enteras de la república mexicana se han visto controladas por las cada vez más violentas bandas del crimen organizado.
La profunda descomposición social, aunada a las corruptelas de las autoridades, sumadas a un gobierno indolente e incapaz y al ilimitado poder del narco, conforman un peligroso coctel que, de manera inexorable, intoxica a cuanto individuo e institución convenga a sus intereses.
Así es como, por ejemplo, los Abarca —amigos de Andrés Manuel López Obrador— llegaron a la presidencia municipal de Iguala, o el Cártel de Tlahuac del finado El Ojos, pudo apoderarse de la demarcación morenista en la Ciudad de México, pero también que gobernadores cedieran a favor de los intereses del crimen organizado. Tomás Yarrington, Eugenio Hernández Flores y José Jesús Reyna García son muestra fehaciente de esa podredumbre. También el ex fiscal de Nayarit, Edgar Veytia. Tal como se ve, nada parece frenar al flagelo que está por todas partes.
Referirse a la narcocultura en México no es adentrarse ociosamente en el terreno de las conjeturas o de la fantasía. Es tocar una de las mayores amenazas para la sociedad entera, al ya de por sí frágil estado de derecho y a la incipiente democracia. Panorama real y desolador capaz de convertir en víctima a quien se desborde en sus ambiciones, por más famoso y popular que sea.
Desde luego que el triste y por demás dantesco entorno que priva en nuestra nación no es nuevo, hace años la violencia llegó para quedarse y cobrar la vida de miles de connacionales. Hoy, lejos de mejorar, el país azteca ha empeorado en ciertos aspectos fundamentales; el principal: la seguridad. No en vano está considerado uno de los más violentos en el mundo. Sin duda, uno de los factores que influyen decididamente en ello es el narcotráfico, la llegada de la narcocultura.
“México es hoy muy distinto al de hace cinco años”, presumió el presidente Peña Nieto en la XXII Asamblea del PRI el pasado sábado, y en esto claro que estamos de acuerdo: actualmente la cifra de muertes violentas es mayor y apunta a que 2017 sea el más violento del sexenio, hay dos millones adicionales de pobres generados en la administración actual, la corrupción está a niveles nunca antes vistos y el deschavetado mandatario estadunidense trata al gobierno peñista como un auténtico lacayo. Definitivamente: México es otro, nadie tiene duda al respecto.
Naucalpan avanza en seguridad
Hablando de violencia, el gobierno de Naucalpan se preocupa por frenar y erradicar la inseguridad. Está convertido en uno de los municipios mexiquenses que más invierten en seguridad. El domingo reciente fue inaugurado por el alcalde Edgar Olvera Higuera la aplicación digital C4-24, con la cual los ciudadanos tendrán desde su celular respuesta inmediata a las emergencias.
Dicho dispositivo permite enviar ubicación, video y fotografía de puntos exactos, lo que permitirá a la policía, en su caso, responder en cuestión de minutos. La herramienta digital se suma a otras que la administración de Olvera Higuera ha comprado durante su gestión y que junto al helicóptero Águila 1 realizan un combate frontal a la delincuencia. Ojalá que cunda el ejemplo.
@BTU15