Eduardo Andrade
Quienes frecuentan estas páginas saben que no suelo prodigar alabanzas en mis colaboraciones, busco siempre juzgar con objetividad los asuntos materia de comentario, reconocer lo que parece bueno y apuntar lo que estimo como defectos aun cuando se trate de acciones del gobierno surgido del partido en el que he militado, ahora encabezado por un Presidente al que le profeso afecto y reconocimiento personal. He procurado que esto no nuble mi percepción y nunca dudo en señalar aquellos puntos en los que aprecio la necesidad de que el gobierno corrija algún aspecto de sus tareas.
Todo esto viene a cuento porque hoy quiero formular un elogio ilimitado al presidente Peña Nieto con motivo de la publicación de la conversación que sostuvo en enero pasado con Donald Trump. Da gusto ver que muchos comentaristas coinciden en el encomio hacia el titular del Ejecutivo en ese trance, al tiempo que irrita e indigna constatar la mezquindad de quienes desde tribunas periodísticas están dispuestos a desvirtuar los hechos y a sesgar interpretaciones con tal de mantener una posición crítica, censurando lo que con toda evidencia muestra un desempeño positivo del Presidente de la República.
Peña Nieto marcó inequívocamente desde el principio de la plática su oposición a admitir la posibilidad de pagar por el ignominioso muro anunciado por Trump y luego evadió elegantemente cualquier compromiso que supusiera aceptar, aunque fuera por callar al respecto, que el mentado pago sería cubierto por los mexicanos que jamás aceptarían tal cosa como lo reafirmó el Presidente mexicano, quien por cierto nunca mintió en las declaraciones que formuló en torno al tema y adicionalmente, aguantó a pie firme críticas infundadas sin traicionar la confianza que debe mantenerse en torno a la confidencialidad de lo tratado por los jefes de estado en una conversación telefónica, código que ha sido roto por la Casa Blanca al difundir una transcripción en la que queda bastante mal parado su inquilino quien parecía admitir que México no desembolsaría nada para la edificación de la muralla, pero rogaba a Peña que no mencionara el asunto a la prensa.
Algunos han pretendido atribuir a Peña una falta de coraje para enfrentar la insolente suposición de Trump sobre el posible temor de nuestros soldados para combatir al narco y la aviesa insinuación de mandar sus tropas en “ayuda”. Fue ahí donde más resaltó el temple de Peña Nieto. Seguramente se sulfuró por dentro al escuchar tamaño despropósito, pero a un jefe de estado no le está permitido actuar como bravucón de barrio aunque su interlocutor sea un barbaján, porque un exabrupto impensado puede colocar al país en grave riesgo. Así, como torero fino, soportó la embestida descompuesta de quién claramente es indigno de conducir a la nación vecina, y con prudencia maniobró para defender las acciones del Ejército mexicano y echar en cara a Trump la responsabilidad de su gobierno en el ingreso ilegal a México de armas y dinero mal habido.
Se manejó también con gran tacto diplomático al no caer en las insidiosas trampas tendidas por su majadera pero hábil contraparte. Entre ellas la prepotente amenaza de fijar unilateralmente elevados aranceles. Aunque quizá fuese preciso en cierta circunstancia recurrir a una medida de represalia al respecto, la plática no era momento adecuado para tal confrontación y resultaba más útil meterlo con diestro muleteo al terreno de la negociación. ¡Bien! pues, por el Presidente Peña que se mostró como digno y confiable defensor del interés nacional.