Colaboración de Carlos Ferreyra
Publicado en 2013, en el portal de Latinpress en España, este asunto que encierra la trágica muerte de una decena de personas, sería merecedor de una obra de teatro, de las que en el siglo XIX se conocían como astrakanes. Los personajes cómicos estarían uniformados. De la fecha de publicación a la actualidad, lo único que ha cambiado es el número creciente de víctimas fatales.
El tema ilustra sobre el México actual, donde hubo en seis años más de cien mil asesinatos sin solución, y donde las estadísticas muestran que de cada cien muertes, sólo se persiguen dos; de las presuntamente resueltas, apenas se logra la consignación de una cuarta parte de los teóricos responsables.
Esto se debe a mala actuación de los ministerios judiciales, pésima integración de expedientes y, especialmente, la pereza con que los agentes policíacos encaran las investigaciones. Prefieren inventar culpables. De allí nace el siguiente escrito, absolutamente cierto: Transcurrió largo lapso hasta que se conoció la muerte de la quinta jovencita antes de que las autoridades tomaran cartas en el asunto. Pero no por voluntad propia, sino por la escandalera que armaron los periodistas, que se fueron con la fantasía de una manada de perros salvajes que mataban a quienes se atrevían a pasear por las faldas del cerro de La Estrella, donde anualmente se celebra la crucifixión de Jesús uno de los festejos más concurridos en el país por naturales y visitantes.
Los órganos de investigación, que por lo visto no querían trabajar ni poco ni mucho, aceptaron la versión de los medios, e hicieron lo que saben hacer a la perfección: cerrar los casos dando por bueno lo publicado y asumido por la opinión pública. No les motivó, para cambiar de opinión, que las jovencitas asesinadas tenían la ropa íntima removida, algo que nadie en su juicio hubiese atribuido a los degenerados perros, a los que bautizaron como el Cártel de las Pulgas, en parodia con el Cártel de los Sapos, la telecomedia colombiana.
Con alarde de fuerza, las fuerzas policiacas desplegaron vehículos todo terreno, decenas y decenas de uniformados y se lanzaron a la captura de la feroz jauría. Bastaron unas horas para que los desalmados canes cayeran en manos de la autoridad, que con gran ruido los mostraron en fotos, vídeos y en jaulas donde defensores y detractores perrunos los pudiesen examinar. Durante la captura los asustados animales se dejaban abrazar por los policías, que no usaron redes ni otros artefactos imprescindibles para la captura de animales feroces. Los satos, desnutridos, al borde del desmayo por hambre, pequeños y con ojos desorbitados, acudían al llamado de los agentes que sin mayor trámite los colocaban en la parte trasera de los vehículos de donde ni siquiera hacían el intento de escapar.
Metida de lleno la autoridad en el cuento de las bestias salvajes, les aplicaron pruebas de ADN para saber si eran los autores de los crímenes. Y después de confirmar tales sospechas, agregaron algo desconocido y no menos espectacular: en tres de los animales había antecedentes genéticos de perros dingo, los habitantes “ferales” (así los llamaron) de las pampas australianas, temidos, que no se pueden amaestrar y rechazan convivir con animales humanos. No pararon allí los fantásticos descubrimientos de los investigadores y los acuciosos “científicos” forenses. Localizaron, o les cayó del cielo, una niña que denunció haber sido atacada por la manada. A partir de su narración, establecieron el “modus operandi” de la organización criminal canina.
Un pastor alemán de pelo amarillento con negro (como creo que suele ser la mayoría en esa raza) dirige a la pandilla. A su lado se coloca un can de gran tamaño que, según la infanta que por cierto no fue muerta como las demás atacadas, a la señal del capo o jefe del gang, se lanza contra la víctima y la tira de espaldas al suelo. Si intenta levantarse, el perrote repite la acción. Y por cierto, ninguna de las víctimas tenía mordeduras en el cuello, sitio predilecto de ataque de los cánidos.
Transcurridos tres meses de estos penosos episodios que costaron la vida en total a nueve personas, sólo dos varones y el resto mujeres jóvenes, se ha informado que los casos están resueltos, los expedientes respectivos cerrados y que no hay criminales que perseguir. Pero se han tomado medidas que a muchos les parecen extremas: el delegado de la zona decidió talar 150 árboles para impedir que los perros se oculten allí. La gente se preocupa, porque pueden provocar que la vejiga les reviente a los canes por falta de plantitas donde desahogarse.
Además se comisionó a numeroso contingente de policías montados en brioso corceles, para recorrer palmo a palmo y durante todo el día el cerro de La Estrella. No ha habido más muertes, que los vecinos atribuyen a la delincuencia común, mientras discuten el derecho de los animales a recuperar su libertad. Por lo pronto los ofrecen en adopción, pero con poco éxito vista la fama de ferocidad que les hicieron.