No hubo cámaras de televisión ni fotográficas, aunque alguien logró una hazaña digna de un tropel de paparazzi y coló en las redes sociales una foto espectacular: el homúnculo captado de espaldas, enfundado en elegante chamarra negra de cuero y guantes de igual material, abajo una chamarra deportiva con capucha (sí, entró encapuchado) con una bufanda al cuello, pero encima de las chamarras.
Fachoso y elegante, combinación imposible, digna de un hombrecito fuera de serie.
Es inconfundible: su estatura, sus botas gastadas y sobre todo su casi ridículo trajecito que usa en sus conciertos, algunas veces blanco, ahora negro, con su bies lateral, como los viejos fracs, o como el uniforme del elevadorista de la película Budapest.
Detrás de él corre una mujer (cosa nada extraña en un ser tan especial) mientras uno de los guardias mira al paparazzo con ojos de “órale, cabrón, ya te llevaste la exclusiva”.
Bob Dylan recibió así, en casi clandestinidad la tarde del sábado 1 de abril de 2017, el Premio Nobel de Literatura 2016, según lo confirmaron en la fila para entrar al concierto, un par de horas después, Sara Danius, presidenta de la Academia Sueca, quien también fue captada por una cámara fotográfica entregando su boleto de entrada, que compró con dinero de su bolsillo, y también su colega Horace Engdahl.
Durante su concierto, que duró dos horas, Bob Dylan no hizo ningún comentario al respecto. Se limitó a cantar las hermosas canciones clásicas que ha incluido en sus recientes cinco discos, y en especial los que este sábado comenzaron a circular en el mundo entero.
“Dylan nunca habla de dinero”, repitieron sus allegados. Es decir, en esa reunión en lo oscurito le entregaron la medalla, el diploma pero no dijeron si también el cheque.
Con lo cual, siguiendo la peculiar ironía dylaniana, nos dejó parafreseando a los Tigres del Norte: “Del dinero y de Camelia/ nunca más se supo nada”.
Fuente: La Jornada