La tradicional actitud mexicana contra las armas convencionales o nucleares tiene una sola razón (más allá de valores humanistas): no tenemos capacidad militar. Tampoco –si la hubiera–, contra quien usarla.
En agosto de 1986, en Ixtapa, México patrocinó una reunión del Grupo de los Seis (G-6). Rajiv Gandhi (India), Ingvar Carlsson (Suecia), Raúl Alfonsín (Argentina), Andreas Papandreu (Grecia), Julius Nyerere (Tanzania) y Miguel de la Madrid cuyo discurso inaugural fue claro:
“…No tenemos fuerza militar ni constituimos potencias económicas destacadas en el mundo. Nuestras armas son la razón y la voluntad de vivir…”
Hoy esa “voluntad de vivir” es llevada por la presidenta de México, CSP, a la reunión del G-20 en Brasil, en la cual conmina a las potencias mayores de este mundo, a sustituir el enorme, irracional, excesivo, peligroso, ominoso, cruel, injusto, inhumano, y demás, gasto armamentista, por la siembra de arbolitos.
Y este diminutivo es preciso porque nadie siembra árboles. O coloca semillas en la tierra o planta matitas cuyo crecimiento espera con el paso del tiempo. Y eso, si no se mueren en el proceso de manera cruel, como bien lo supo el gobierno anterior cuyo invento (intento) de sembrar vida, para arraigar a los pobres y frenar la emigración –sobre todo en Centroamérica– fue un absoluto fracaso.
Pero la idea, el concepto, con los cuales nuestra presidenta se presentó ante el mundo, no podía haber sido mejor. Resultó verdaderamente literario. Algunos dirían poético: sembrar vida, en lugar de sembrar muerte. Lindo.
Esta aproximación a la literatura viene a la cabeza de cualquiera cuya memoria lo lleve a aquellos días de agosto en Ixtapa porque de todo cuanto ahí se dijo nada más quedó para la historia un discurso de Gabriel García Márquez. Una pieza genial para ponernos a todos ante el Apocalipsis del día después.
“Un minuto después de la última explosión, más de la mitad de los seres humanos habrá muerto, el polvo y el humo de los continentes en llamas derrotarán a la luz solar, y las tinieblas absolutas volverán a reinar en el mundo… Un invierno de lluvias anaranjadas y huracanes helados invertirá el tiempo de los océanos y volteará el curso de los ríos, cuyos peces habrán muerto de sed en las aguas ardientes, y cuyos pájaros no encontrarán el cielo. Las nieves perpetuas cubrirán el desierto del Sáhara, la vasta Amazonía desaparecerá de la faz del planeta destruida por el granizo, y la era del rock y de los corazones trasplantados estaría de regreso a su infancia glacial. Los pocos seres humanos que sobrevivan el primer espanto, y los que hubieran tenido el privilegio de un refugio a las tres de la tarde del lunes aciago de la catástrofe magna, sólo habrán salvado la vida para morir después por el horror de sus recuerdos. La Creación habrá terminado. En el caos final de la humedad y las noches eternas, el único vestigio de lo que fue la vida serán las cucarachas”.
Hoy nadie recuerda los otros discursos. Ni de los políticos ahí reunidos, ni del Premio Nobel García Robles. ganador de la presea por sus esfuerzos pacifistas o del astrónomo Carl Sagan, ni nada de nada. Sólo el discurso del Gabo, cuya parte más poética, creo yo, es esta:
“…Ahora, mientras almorzamos, se construyó una nueva ojiva nuclear. Mañana, cuando despertemos, habrá nueve más en los guarda arneses de muerte del hemisferio de los ricos. Con lo que costaría una sola alcanzaría –aunque sólo fuera por un domingo de otoño– para perfumar de sándalo las cataratas de Niágara…”
Obviamente el aroma de las caídas de agua –como los viejos poemas de Heredia–, no serviría absolutamente para nada. Tendría la misma utilidad del clamar en el desierto por una siembra de vida, en lugar de una siembra de muerte en un equivalente a los territorios de Dinamarca, Guatemala, Belice y El Salvador.
Rafael Cardona
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