Desde el día 1° de octubre la presidenta Claudia Sheinbaum recibió la titularidad del Poder Ejecutivo y lo que suceda en la conducción del país le corresponde a ella. Recibió el país en las condiciones en la que lo recibió. Con sus fortalezas y debilidades.
Podrá como hizo su antecesor echarle la culpa al pasado más reciente (el de AMLO) o al más remoto (de 2018 para atrás) de los niveles de violencia, del estado de la educación y de la salud, de las finanzas públicas, del respeto a los derechos humanos, de la falta de infraestructura, de la militarización o de lo que se quiera, pero de aquí en adelante la continuidad o la corrección de las decisiones del pasado son suyas y solamente suyas. Al menos en lo que respecta a su ámbito de acción que es el de la definición e implementación de las políticas públicas.
Más responsabilidad tiene porque los partidos que la llevaron al poder cuentan con la mayoría calificada en el Poder Legislativo por obra y gracia de la mayoría de los magistrados del Tribunal Electoral que no de los ciudadanos.
La disciplina partidista no es novedad. En este país se vota en bloque y de acuerdo con lo que dice él o la presidenta. Así que no se falta a la verdad al decir que la nueva presidenta tiene en sus manos el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Sheinbaum tiene incluso más poder que su antecesor que no tenía la mayoría calificada y que encontró algunos obstáculos al ejercicio de su poder en el Poder Judicial. No demasiados, pero sí algunos.
El expresidente estuvo consciente de las inconveniencias de estar lidiando y con molestos obstáculos legales para imponer su voluntad y de tener que ceñirse al marco constitucional. La nueva presidenta, también lo está.
La receta: hacerse del Poder Judicial para no tener obstáculo alguno. La responsabilidad es compartida y ambos hicieron su parte. López Obrador mostró su impaciencia y enfado con la conducta de la mayoría de los ministros y actuó en consecuencia. Primero intentando capturar la Corte: “renuncia” del ministro Medina Mora, nombramientos a modo, proyecto para reelegir a su presidente y renuncia de Zaldívar. Después a través de dañar la reputación de ministros, jueces y magistrados por corruptos, conservadores y privilegiados. Finalmente, por medio de una reforma al Poder Judicial que restaba independencia, profesionalismo y autonomía a la Corte. Esto sin contar con los desacatos a las resoluciones dictadas por la SCJN.
La responsabilidad, insisto, es compartida. Sheinbaum hizo de la reforma judicial una de sus banderas de campaña y, cuando llegó al poder y comprendió que la reforma al Poder Judicial podía naufragar, recurrió de nuevo a su mayoría en el Congreso con otra iniciativa igualmente o más nociva que la de su antecesor. Esa que ahora se llama la de la Supremacía del Poder Legislativo y que consiste en que toda reforma constitucional que sea aprobada no puede ser declarada inconstitucional.
Estamos o estaremos muy próximamente ante la santísima trinidad: un solo Dios en tres personas. Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Todos unidos en el dogma central de la fe morenista.
Este dogma va en contra del dogma democrático que no se reduce a la democracia representativa, al acto de votar. Introduce una división de poderes en el que ninguno es supremo porque comparten facultades y porque se necesitan el uno al otro para funcionar de acuerdo con el orden jurídico.
En particular, el dogma democrático, con la fórmula de división de poderes, introduce los “poderes de juicio o de puesta a prueba por medio del juicio”, la introducción del “juicio como modelo de toma de decisiones frente al modelo de la elección” (Rosanvallon).
Es esta idea democrática con la que se quiere acabar. Una idea en la que la mayoría -coyuntural muchas veces- puede hacer literalmente lo que quiere sin ser llamada a cuentas.
Y, eso no es todo. La supremacía se impondrá también sobre los otros poderes de control que se fueron creando desde los años ochenta: aquellos que quitaron de la órbita del ejecutivo el poder de decidir sobre la información, sobre las elecciones o sobre la vigencia de la competencia.
De la eliminación de estos poderes de control será responsable la presidenta Sheinbaum porque si bien la iniciativa fue planteada en el sexenio anterior, será aprobada en el que ya corre y hasta donde sabemos no ejercerá su liderazgo para evitar que se prueba ni tampoco su derecho de veto.
La historia aún no termina. A través de un proyecto del ministro González Alcántara se propone invalidar parte de la reforma. De ser aprobado por ocho ministros los jueces y magistrados federales y estatales no serán electos por el pueblo, se mantendrá la concesión de amparos con efectos generales y se atenuarán algunas funciones del Tribunal de Disciplina.
No es lo ideal pero al menos tenemos un poder, el judicial, dispuesto a dialogar, a hacer política, a proponer alternativas. El desenlace es de pronóstico reservado. De ser aprobado el proyecto se sentará el precedente de que la Corte sí puede invalidar una reforma constitucional. La pregunta es si los poderes Ejecutivo y Legislativo acatarán. En caso de no hacerlo -como ya se advirtió- estaríamos en el rompimiento del orden constitucional.