Nadie sabe cuáles habrían sido las consecuencias, pero la posibilidad de exhibir la perversión de un proceso electoral viciado por la persistente compra de electores y votantes a través de los programas sociales de la IV-T, mediante el recurso de no presentar una candidatura opositora en una elección de Estado, pudo haber dejado al menos un antecedente similar al de 1976 cuando López Portillo corrió solo de principio a fin, nada más para desbarrancarse de cabo a rabo.
Hoy los excesos de Morena en su insaciable gula (y quien sabe si de Morena o nada más del dueño de la franquicia), nos llevan al mismo punto donde habríamos quedado sin presentar candidato o candidata como a la larga ocurrió: la victoria absoluta del oficialismo, cuya gloria se envuelve en los paños dorados de la democracia. Al menos habrían perdido la inflamación de un discurso democrático.
Sin candidato opositor el resultado sería, para fines prácticos, el mismo: la fuerza suficiente para jugar con la Constitución como una masa de barro en manos del alfarero de los caprichos, la demolición institucional de cualquier obstáculo ideológico o estratégico en la vida pública y el control de la nación en el Legislativo y el Judicial; con los medios sometidos, los empresarios sobornados con prebendas y concesiones (los opulentos amigos), los historiadores como viles amanuenses y el crimen organizado abrazado y sin balazos.
Obviamente si se hubieran dado la ausencia y el triunfo en solitario, los vencedores habrían cubierto de injurias a los apátridas cuya mala entraña dinamitó un proceso electoral y privó a parte del pueblo de la opción decisoria.
No importaría ni haría diferencia, de todos modos, se les sigue insultando, pero ahora desde el abusivo peldaño de la aritmética: no se dan cuenta de su derrota, no advierten el rechazo popular, no comprenden la voz del pueblo bueno, no entienden, siguen buscando Miramar en Washington o Nueva York, etc., etc., les recetan una y otra vez en la mañanera, la casa de transición o una Cámara de Diputados cada vez menos representativa y más teatralizada.
Si en la política nada más cuentan los resultados, por encima de los procedimientos, bien habría sido bajarse del escenario y dejar a Morena en el monólogo cuyas líneas ahora declama con ampulosa voz desde el pedestal de la victoria legal y moral (dicen), mientras los últimos días del sexenio son escenario de mutilaciones vengativas y caprichosas.
Y los devotos aplauden como en otro tiempo se vitoreaba a los verdugos cuando desde el cadalso exhibían la cabeza del decapitado.
La fecha del viernes pasado marca el inicio de otro país. No la nación transformada para abrir paso a una nueva etapa libertaria e incluyente digna de entrar en la historia del progreso, sino el coto político de una tendencia populista y totalitaria.
Totalitarismo, en este caso, no es sinónimo de tiranía. Eso vendrá después.
Es expresión de absorción total de los poderes republicanos en manos de una sola fuerza, como antes, pero sin posibilidad cercana de una reforma incluyente como el PRI hizo tras la llegada del presidente López Portillo.ç
Los opositores quisieron jugar el juego con una triple alianza cuya derrota los llevó a la extinción de una de esas “fuerzas” políticas y la devolución, casi al extremo irrecuperable de las otras dos.
Un desastre indigno.
La oposición, en el escenario nacional como un par de momias tirlangosas, con todo y su financiamiento público (lo único de veras importante para sus dirigencias), está ausente.
Si se hubiera ausentado de la mascarada electoral habría perdido el financiamiento, el membrete y la franquicia. Y eso no lo podían permitir.
La derrota no es para siempre, pero en el horizonte cercano basta y sobra el absolutismo del sexenio por comenzar en las inexpertas, pero radicales, manos de la próxima presidenta cuyo segundo piso aumentará los costos republicanos de estos momentos semejantes a las líneas de Dickens: el mejor y el peor de los tiempos.
Rafael Cardona
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