Mucho se habla en estos días de la regresión democrática representada (demostrada, dicen algunos) por la presencia ubicua del poder político con una sola idea y tendencia: la concentración absoluta del poder en una persona y su consiguiente sacralización quien de un día para otro se convierte en la cabeza y el centro de todo (un sol con su sistema planetario) ; del partido, de las instituciones, de las Fuerzas Armadas, de los libros de texto; los ciclos agrícolas, las manecillas de los relojes y el ritmo de los huracanes; todo es suyo y todo le pertenece, la letra y la semilla, la vacuna y el quirófano, la nube, el agua de los ríos (si quedara alguno en el futuro cercano), la tierra, los aperos de labranza y los marros de la herrería.
Todo pasa por su voluntad y aprobación. Y eso en México se llama presidencialismo y contra él no pueden –bien ejercido, es decir, a plenitud como pronto lo hará Claudia Sheinbaum– ni máximos líderes ni maximatos fugaces (todo es cuestión de tiempo para ver en La Chingada, a quien libremente escogió para su anhelada teledirección, esa finca de tan sonoro y merecido nombre) porque del presidente son los acordes del himno nacional, los colores de la bandera si fuera necesario; suyos serán –dentro de muy pocas lunas– el poder y la gloria y todo es cuestión de comenzar el banquete, de probar la embriagadora dulzura como decía Sancho Panza, de la buena cosa de mandar y ser obedecido y beber de ese cáliz hasta el pozo o hasta la Hybris, a ver cuál, sucede primero.
–¿Qué horas son?
–Las que usted diga señora.
La experiencia nos dice, el poder absoluto sólo tiene una salida, el absolutismo. En eso se parece al perder absoluto, son valores y antivalores. Todo y nada.
Absolutismo, cosa de emperadores y monarcas de voluntad incontrastable, de faraones y mandarines, zares y césares, no de demócratas como somos o decimos ser los mexicanos, a quienes la historia nos traiciona un día sí y otro también.
A fin de cuentas, este siempre ha sido un país hiper controlado por la figura máxima –excepto cuando la presidencia la ocuparon los mínimos Fox y Calderón. No importa si se llama Díaz o Juárez; Hernán o Adolfo, Miguel o Andrés Manuel. No se puede tener todo si no se controla todo. Quien no aspira al poder total no merece ni siquiera el poder parcial.
Esa fue la filosofía dominante en toda nuestra historia, del tlatoani sobrenatural, cuyos ojos eran vista prohibida, al virrey delegado por la divinidad monárquica de Austrias y Borbones; del porfiriato prolongado entre un fallido intento de modernidad analfabeta a la restauración republicana cuyas reelecciones fueron interrumpidas por una oportuna angina de pecho.
Sólo muerto dejó el poder Don Benito y eso le ocurrió a quienes quisieron imitarlo.
A menos de una semana de las elecciones, el Movimiento de Regeneración Nacional, controla el país entero y pronto, a partir de agosto, dominará el Congreso (lo temido se ha cumplido) y a partir de octubre una mujer a quien se le agregará siempre el título casi nobiliario, de primera en ese cargo (como a Leona Vicario el de Madre Dulcísima de la Patria), Claudia Sheinbaum tendrá en sus manos el control de los gobernadores; los alcaldes, los sindicatos oficiales; los distritales, los seccionales, la maquinaria extendida del partido, la voluntad y los sueños, las oportunidades, el empleo, la salud y la educación de los mexicanos cuyos votos la llevaron a la silla de femenino nombre (Doña Leonor, le decían).
Desde ahí brillarán las cinco estrellas de su mando supremo, le dirán jefa nata de las Fuerzas Armadas lo cual es inexacto (si nato aún significa nacido), cosa no ocurrida jamás, porque nadie nació siendo comandante supremo; en todo caso jefe neto, completo de los ejércitos del día y de la noche.
Cuando circule por cuarteles y durante fiestas patrias y algunas similares, su transporte llevará las cinco estrellas del mando superior y si algún militar bajo su mando le quisiera hacer un obsequio indumentario o se le confecciona ropa especial como a las generalas, coronelas o mujeres de la Marina Armada, siempre estarán las cinco estrellas, como símbolo de mando superior e indiscutible.
Con esa categoría le rendirán obediencia (¿oíste, Sancho Panza?) más de 400 mil hombres y mujeres, pues de todo hay en la milicia bajo bandera.
Y obviamente no la imagino vestida con chaquetón de campaña y gorra como en su tiempo hizo otro comandante supremo –de cuyo nombre no quiero acordarme– a quién le quitaron lo supremo y lo compararon simplemente con “Borolas”.
Por esa y muchas otras razones más, allá de la discusión sobre si la Cuarta Transformación es una ideología o una fraseología cuyo éxito resulta ahora indiscutible, debemos analizar los actuales componentes de esa revolución pacífica, como la ha definido en varias ocasiones su fundador, el siempre respetado señor presidente (todavía), Don Andrés Manuel L.O.
Y obviamente el, componente fundamental es la atención a los necesitados, a los viejos a los jóvenes cuya distinción fue desdeñado por los neoliberales quienes los apodaron como ninis en vez de darles escuela, becas, siembras de vida, servicios a la nación o construcción del futuro, entre otras soluciones de fondo, aunque todavía no se llegue al fondo hondo y profundo.
A todo ese conjunto se le ha llamado “programas sociales” y nadie puede impedir su correspondiente repercusión electoral porque antes y ahora, amor con amor se paga o programa con voto se paga, como se quiera ver.
Rafael Cardona
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