Concebida como un espacio cotidiano de irrupción y dominio en los temas nacionales, sin costo de inserción publicitaria a través de páginas o minutos pagados en los medios; herramienta de ubicuidad constante en la discusión pública; guía y cedazo de las opiniones a través de la apropiación de una agenda impuesta por su fuerza discursiva, la conferencia matutina del presidente comienza a perder su eficacia inicial en el control de la agenda.
La mañanera se ha convertido en muchas ocasiones en espacio para temas indeseados o por lo menos incómodos, a pesar de la manipulación de los asistentes y la batería de incondicionales con preguntas sembradas desde la oficina de Comunicación Social de la Presidencia. Su efectividad comienza a fallar.
La mañanera —a veces— ya no es un púlpito intocable. El Presidente la ha convertido en su paredón donde él mismo le da órdenes a un pelotón imaginario.
Así se hunde en discusiones interminables, sin rigor —a veces chismorreos—, como sucede con el ¿Quién es quién? de los miércoles, sin provecho ni para su imagen, ni para su causa, cosa riesgosa en periodo electoral, aunque, dicho sea de paso, para él todos los tiempos sean electorales.
La mermada eficacia de la fórmula no reside nada más en la contabilidad de las mentiras presidenciales, sino en su insistencia, como si su repetición las convirtiera en hechos ciertos. El taller de Comunicación Política SPIN ha contabilizado un promedio de 94 mentiras o inexactitudes o afirmaciones sin comprobación por día, asunto de escándalo cuando ya se cuentan más de mil conferencias (dic. 2023).
Más de 80 mil falsedades.
Por eso, el más frecuente escándalo —su intervención sobre jueces y magistrados a través de un personero en la presidencia de la SCJN— lo exhibe en un asunto de mentiras o medias verdades.
Si el señor Presidente ha confesado (en un desplante de pecho sin bodega) su clara intromisión —respetuosamente, porque hay intromisiones irrespetuosas, según esto—, el ministro a quien se le hacían llegar las peticiones, órdenes o solicitudes, lo niega.
Y si lo niega, pone en entredicho la veracidad (y por tanto la validez) de la palabra presidencial.
—¿A quién le asiste la razón en este caso de divergencia?
Posiblemente al Presidente, porque sabedor de la dimensión de sus palabras, no podría autoexponerse gratuitamente con una confesión transgresora de la independencia judicial, nada más por lucirse en medio de una crítica —una más— al Poder Judicial y a la Corte.
No se podría atribuir tal dicho a una imprudencia, pero no cabe tal resbalón en un político tan sagaz.
¿O está perdiendo el autocontrol? Amo del silencio; esclavo de la palabra.
Rafael Cardoona