Sometido a las calenturas y premuras de la oratoria y el rimbombante lenguaje cuyo verbo rebosa un pecho henchido de furor patriotero y un corazón desbordante de amor por el pueblo, el orador a veces no reflexiona ni siquiera el alcance de sus palabras.
Eso le ocurre a cualquiera. No se salvaba de esto ni Demóstenes con todo y sus canicas. Y nuestro bien amado líder no podría ser la excepción.
Y eso se vio claramente en la exposición política de sus motivos para voltear la actual Constitución como un calcetín, con la intención de regresarle la dignidad perdida después de tantas modificaciones, enmiendas, adiciones, mutilaciones y perversiones como ha sufrido desde 1917. Terminemos pues de modificarla, enmendarla, adicionarla, mutilarla y pervertirla. Total. Sólo así se le regresará al origen. Destruir para construir.
En ese sentido las reformas propuestas en estas iniciativas tan tardías e inoportunas, son regresivas.
Pero más allá de los tecnicismos jurídicos, hay dos ideas inquietantes en el discurso presidencial. Esta es la primera:
“…afortunadamente estamos viviendo otro momento, un momento estelar en la historia de nuestro país, y nos juzgaría mal la historia si no actuáramos de manera consecuente con las ideas y principios que enarbolaron e hicieron valer nuestros antepasados, nuestros héroes, nuestros mártires…”
¿De dónde proviene la estelaridad de este momento? ¿De dónde la grandeza de los antepasados? Del propio espejo presidencial.
Pero por encima de esa pregunta, esta frase: nos juzgaría mal la historia.
Ante esa preocupación bastaría recordarle a nuestro gran timonel (¿nos timó el?), quién escribe la historia: el evangelista de los vencedores. Si la escribe Pedro Salmerón (Zalamerón), pues no habría dónde albergar temores por la benevolencia del juicio. Si lo hace Krauze, pues quién sabe cómo le vaya.
Porque está demostrado, la historia no es “mater” ni “magistra” ni se escribe sola.
Pero la otra idea inquietante es esta: la recurrencia de adjudicarle categoría humanística a la vieja y desfigurada Constitución, cuando principalmente se le señalaba en tiempos idos, como el texto de los vencedores, de una sola de las facciones de la Revolución de donde provino ese prolongado pacto nacional jurídico destruido y deshilachado por la postrevolución.
Ante la matazón revolucionaria (absolutamente contraria al humanismo), la Constitución del 17 no fue escrita por los vencedores sino por los sobrevivientes. Y al poco tiempo el señor Carranza también fue asesinado. O se suicidó antes de sufrir en Tlaxcalantongo, la vejación de sus asesinos.
“…mi propuesta es que nuestra generación honre el legado del Constituyente de 1917. De él recibimos una carta magna que, a pesar de las graves alteraciones que sufrió durante el neoliberalismo, nos ha resultado fundamental para recuperar el país, limpiar la podredumbre de las instituciones y reorientar al Estado para ponerlo al servicio del pueblo.
“Gracias a nuestra Constitución de 1917, hemos podido emprender esta hazaña nacional en forma pacífica y democrática, y ahora es justo y necesario, como nuestra aportación a la historia y a las nuevas generaciones, que le devolvamos a la Constitución del 17 toda su dignidad, su humanismo y su grandeza…”
En esa dignidad y en esa grandeza ni siquiera se reconocían los Derechos Humanos; se otorgaban. En esa dignidad y esa grandeza, las mujeres no podían votar ni ser votadas. Eso ocurrió hasta los cincuenta.
En esa dignidad y esa grandeza los ministros del culto no tenían derechos políticos ni había relaciones diplomáticas con el Vaticano. En esa dignidad y esa grandeza se consagraba la vengativa pena de muerte para los parricidas y los salteadores de caminos, entre otros delitos.
Resulta complicado llamar a todo eso humanismo.
Pero más complicada esta arenga:
¡Que viva la Constitución de 1824! ¡Que viva la Constitución de 1857! ¡Que viva la Constitución de 1917!
¿Y si todas esas van a vivir para qué queremos las reformas planteadas con tanta pompa y circunstancia?
Rafael Cardona