Hace muchos años, en uno de sus frecuentes desplantes dizque literarios, don José López Portillo, el absurdo candidato único de una contienda electoral, cuando el sistema anterior iniciaba su irreversible declive, dijo sobre su gestión: soy responsable del timón; no de la tormenta. Y la barca se hundió.
Hoy, en pleno desastre post ciclónico, el presidente de la República perdió el timón, se hundió en el lodo (literalmente) y no comprende, o no quiere entender, las consecuencias de la enorme tormenta cuya furia logró despedazar una ciudad entera y sus inmediaciones, pero no logrará quitarle una pluma a su gallo. El no lo va a permitir.
Personalmente no estoy de acuerdo en culpar al presidente por lo telegráfico, breve, inoportunamente aislado mensaje de «X» en el cual alertaba del huracán en evolución. Para eso hay otras áreas del gobierno (o debería haberlas).
El presidente no es un guarda faro, ni un vigía náutico colocado en el carajo del barco a punto de hundirse. Y uso esa expresión, porque es del gusto suyo: la cesta en lo alto de la verga o palo mayor o mástil principal desde cuya altura se pueden observar rocas o arrecifes; peligros o cercanía insular, por no decir nubarrones, indicios de tormenta o náufragos olvidados en el proceloso mar. Pero dejemos los asuntos marineros para ocasión posterior.
Ahora analicemos la verdadera responsabilidad presidencial: remediar eficazmente las consecuencias. Esa y ninguna otra.
Si el gobierno –especialmente la inútil área de Protección Civil en manos de una señora de espanto por su ineptitud probada –, no fue capaz de prevenir, sí debería serlo de remediar.
La protección civil cuyo trabajo casi siempre es posterior a las tragedias nunca ordenó la colocación obligatoria de cortinas anticiclónicas en las ventanas (como en Miami) ni tampoco la construcción permanente de refugios externos (como en Israel). Ya no digamos el requisito a los instructores de hacer edificios con áreas seguras (como en las planicies americanas donde hay tornados). Jamás han hecho nada en materia de prevención. Puros simulacros infantiles.
Por otra parte, le conviene a la salud del futuro Acapulco, establecer treinta o más cuarteles o al menos casetas de la Guardia Nacional. Pero para eso no era necesario esperar un huracán, si todo mundo sabía cómo el puerto y el estado mismo están en manos del crimen organizado, y cómo ese crimen se organiza con el silencio, la complicidad y el favor del gobierno de Salgado Macedonio a quien el presidente hizo senador y cuya hija funge –como sombra china en la pared– cuando el verdadero poder lo tiene «el toro».
Si de veras se quisiera hacer algo por Acapulco se le debería quitar del control a los Salgado y demás asociados con el crimen, como los Abarca y demás, entre ellos la alcaldesa de Chilpancingo, Otilia (Oti para los Cuates). Amiga de «Los ardillos». (Oti y Otis).
Pero como ese desplazamiento no ocurrirá, Acapulco será reconstruido a la imagen, semejanza y conveniencia del grupo dominante. Se va a levantar de los escombros la versión remasterizada (dicen ahora), del puerto vulnerable, violento, sin ley, manejado por extorsionadores, lenones y traficantes de menores. Como hasta hace unas semanas, en beneficio de ya sabemos quiénes.
El presidente no informó y si lo hubiera hecho nada sería distinto. Es responsable, sin embargo, del desastre moral de la política guerrerense desde hace mucho tiempo. De eso sí y también de nombrar y sostener a Laura Velázquez y su aberrante contabilidad de los municipios en desgracia.
También es responsable del ridículo en el cual chapalea su gobierno. Eso si es culpa suya y de nadie más, aunque desatienda las protestas con el recurso eterno: es politiquería.
Rafael Cardona